Apuntes sobre mi experiencia en el jurado
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Apuntes sobre mi experiencia en el jurado

Apuntes sobre mi experiencia en el jurado

Eduardo Calderón Susín

Doctor en Derecho. Magistrado jubilado

I

Escribí estas páginas, en las que ahora solo he hecho algún retoque y a las que sí he añadido algún comentario sobre el Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal (de 2021), como contribución al libro homenaje dedicado a Javier Boix Reig, con motivo de su jubilación como catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Valencia; ocupó su primera cátedra en la UIB en el ya lejano año 1981 y fue el director de mi tesis doctoral.

La idea de escribir algo sobre el jurado había surgido en diciembre de 2019 cuando me encontraba en Valencia para celebrar que habían pasado cincuenta años desde que se licenció mi promoción (1964-1969) en la Facultad de Derecho y aproveché con mi mujer para pasar allí unos días y reunirme con parte de mis viejas y entrañables amistades; fue precisamente en la larga y agradable velada que pasamos con el matrimonio Boix-Palop donde hablamos de muchas cosas y entre ellas de parte de nuestras experiencias en juicios ante tribunales de jurado, en los que nuestra función y labor lo eran desde muy distintas posiciones.

Creo recordar que incluso comentamos que todo ello podía propiciar el hacer un trabajo quizás de forma conjunta por lo enriquecedor que resultaría abordarlo desde esas diferentes perspectivas.

Cuando se me invitó a participar en el homenaje al profesor Boix, recordé aquella conversación y decidí escribir, desde el afecto y mi respeto intelectual, estas líneas, en las que, sin sujeción a ortodoxia académica alguna (lo que me puedo permitir porque no he de acumular méritos para aspirar a cualquier promoción o cargo), dejar que afloren algunos de los problemas que desde mi experiencia como Magistrado-Presidente de tribunales de jurado hube de afrontar y mis particulares reflexiones al respecto (ejercí como Magistrado-Presidente desde 1998 hasta 2012; luego me retiré a un Juzgado de lo Penal en el que me jubilé en julio de 2019).

II

Era también diciembre, pero de muchos años antes, en concreto corría el de 1995, cuando pedí una plaza en las secciones penales de la Audiencia Provincial de Palma, a cuya Sección Segunda me incorporé en febrero de 1996.

Era un reto porque tenía a la vista un nuevo Código Penal (con todo lo que suponía de estudio, de aplicación y, en ella, de revisión de sentencias) y la Ley Orgánica del Tribunal del Jurado que reintroducía la institución en tardío cumplimiento o desarrollo del artículo 125 de la Constitución, tras haberse suspendido la vigencia de este tipo de juicios durante la Guerra Civil (así lo hizo el llamado bando nacional, mientras que el republicano lo sustituyó por los llamados Tribunales Populares).

Aunque esas dos leyes se podían consultar directamente en el BOE correspondiente (entonces publicado en papel), ese mes de diciembre el Ministerio de Justicia había distribuido a todos los órganos jurisdiccionales, a través de sendos boletines de información, separatas de ambos textos legales; y esa separata, bien editada, es la que he venido utilizando desde entonces porque prácticamente no ha habido modificaciones de calado (no ha sucedido así con el Código Penal que ha sido objeto de múltiples reformas).

Recuerdo que, al reparar en que la Ley Orgánica 5/1995, de 22 de mayo, del Tribunal del Jurado (LOTJ), modificada por la Ley Orgánica 8/1995, de 16 de noviembre, iba precedida de una amplia Exposición de Motivos, me dije que una apropiada lectura de la misma durante las vacaciones navideñas me facilitaría la introducción al estudio de la Ley; la sorpresa fue que me encontré con una exposición compleja que me obligaba a varias lecturas y aun así no acababa de obtener ese buscado fruto; y es que la regulación del juicio por tribunal de jurado es complicada y ha dado lugar a controversias y diversas interpretaciones, dejando en manos de quienes están llamados a intervenir en esa clase de juicios la búsqueda de soluciones; la clase política se ha desentendido de la tarea de propiciar unas reformas que faciliten o hagan más sencilla su aplicación (recuerdo que en el programa con el que el Partido Popular ganó, y por mayoría absoluta, las elecciones generales de 2000, se indicaba que se reformaría, bien que para introducir el sistema de escabinado, mas ninguna iniciativa legislativa se llevó a cabo al respecto).

La Ley contenía unas disposiciones adicionales (dos), otras transitorias (tres) y unas finales (cinco), estas últimas, en principio, además de la de la vacatio legis (la quinta), para adaptar, enclastar y regular esta institución en la Ley Orgánica del Poder Judicial y en la Ley de Enjuiciamiento Criminal; pero en lo que a esta última se refiere fue más allá, pues en su extensa disposición final segunda incluyó, y con carácter general (en el sentido de que no se circunscribía a los hechos competencia del jurado sino que lo era para todos los procedimientos), una importante reforma en lo relativo a la prisión provisional; había además una recomendación sobre futuras reformas procesales (eso ya en la disposición final cuarta).

Plausiblemente se aprovechó esta Ley para recortar las facultades de los jueces de instrucción (y en general de cualquier juez o tribunal) en el sentido de que, una vez puesto un detenido a disposición del juez de instrucción o del tribunal que deba conocer la causa, el órgano judicial deberá convocar, dentro de las setenta y dos horas siguientes, una audiencia a la que tendrán obligación de comparecer el Ministerio Fiscal y el detenido con asistencia de su letrado; audiencia con contradicción y de cuyas resultas el juez o el tribunal solo podrá acordar la rigurosa medida cautelar de prisión provisional si alguna parte acusadora lo solicita y no solo si el juez o tribunal considera que concurren las exigencias de bonus fumus iuris y de periculum in mora que se requieren según el artículo 504 de la LECrim; solo el órgano judicial puede acordar la prisión pero únicamente a petición de parte, quedando en sus facultades el levantar la medida sin requerir aquiescencia de ninguna de las partes.

Para ello se introdujo un nuevo artículo 504 bis, se dejó sin contenido el 516 y se dio nueva redacción al 539; ese artículo 504 bis pasó en una reforma de 2003 al ordinal 505 (con variaciones no sustanciales, pues precisar que el juez o tribunal no ha de convocar la audiencia si resuelve decretar la libertad provisional sin fianza cabía entenderlo ya de esta manera); el artículo 539 sigue teniendo la redacción que se le dio en 1995; y la Ley Orgánica 13/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para el fortalecimiento de las garantías procesales y la regulación de las medidas de investigación tecnológica, lo único que ha supuesto ha sido reforzar las garantías del detenido (y del preso) sobre todo en el ámbito de la actuación policial con un nuevo redactado del artículo 509 y más prolijamente del 520.

Fue sin duda este del año 1995 un paso más, e importante, en la instauración de las exigencias derivadas del principio acusatorio.

Como todo auto de prisión puede ser recurrido en apelación, no me resisto a aludir a la regla del artículo 766.5 LECrim; si en el régimen general, pero aplicable solo a los procedimientos de sumario y, según entiendo, de tribunal de jurado, se ha de señalar vista para la apelación (ex artículo 230), en el régimen del artículo 766 que lo es para los demás procedimientos (pero que en la práctica se extiende a todos por la costumbre de empezar todo como diligencias previas), la regla es la de que toda la tramitación del recurso discurra por escrito, salvo que la Audiencia considere la celebración de vista «si lo estima conveniente»; sin embargo ese apartado 5 del artículo 766 establece que «[s]i en el auto recurrido en apelación se acordare la prisión provisional de alguno de los investigados o encausados, respecto de dicho pronunciamiento podrá el apelante solicitar en el escrito de interposición del recurso la celebración de vista, que acordará la Audiencia respectiva»; y en clase recuerdo haber aconsejado a los alumnos que si tenían buenos argumentos para conseguir la libertad solicitaran esa vista y expusieran en ella de forma clara y precisa, sin adorno o perífrasis algunos, el fundamento de su pretensión a fin de lograr así la plena atención de los magistrados y no solo del ponente.

En otro orden de ideas, como ya he apuntado, reparé en la disposición final cuarta de la Ley Orgánica 5/1995, titulada «Futuras reformas procesales» y que discurría con el siguiente tenor «[e]n el plazo de un año, desde la aprobación de la presente Ley, el Gobierno enviará a las Cortes Generales, un proyecto de ley de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, generalizando los criterios procesales instaurados en esta Ley y en el que se establezca un procedimiento fundado en los principios acusatorio y de contradicción entre las partes, previstos en la Constitución, simplificando asimismo el proceso de investigación para evitar su prolongación excesiva»; y añadía un segundo párrafo en el sentido de que «[a]simismo, en dicho plazo, se adoptarán las reformas legales necesarias que adapten a tal procedimiento el Estatuto y funciones del Ministerio Fiscal, y se habilitarán por las Cortes Generales y el Gobierno los medios materiales, técnicos y humanos necesarios».

Y reparé en ella porque, pese a la bondad de la idea, recordaba que los Gobiernos no suelen hacer caso a esa clase de órdenes; además se estaba en las postrimerías de la Legislatura y se desconocía el Gobierno que saldría de las siguientes elecciones generales, en las que, como es sabido, cambió de color.

Se han ido, eso sí, sucediendo modificaciones importantes en la LECrim, a una de las cuales se ha hecho ya expresa mención (la dimanante de la Ley Orgánica 13/2015), y finalmente se espera la tantas veces anunciada nueva LECrim que dé puntual cumplimiento a aquella disposición final cuarta y supere nuestra vetusta ley procesal, tan innumerables veces parcheada a lo largo de casi un siglo y medio; se querría con esta nueva norma, si llega a ser ley, zanjar la polémica sobre quién debe llevar la fase de instrucción, haciendo desaparecer los juzgados hasta ahora competentes para ello y otorgándose al Ministerio Fiscal la competencia con la creación de unos juzgados que garanticen la tutela judicial efectiva en materia de derechos fundamentales; supondría una profunda remodelación de la Fiscalía; técnica y logísticamente nada sencillo, y más si debe decidirse cómo garantizar la absoluta independencia de los fiscales (de ahí que se prevea una larguísima e inusual vacatio legis de seis años).

Buscando por curiosidad en el extenso Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal cómo afectarían esas nuevas normas a los juicios de jurado, ninguna referencia concreta hallé en el articulado, aunque luego repasando la prolija Exposición de Motivos, encontré el apartado XIV en el que, con el título de «Exclusión de la regulación del tribunal del Jurado», se explica que, siendo dispares las propuestas contenidas en el Anteproyecto de 2011 y en Proyecto de Código Procesal Penal de 2013, «[l]o cierto es que, una vez instaurado un modelo general de proceso de corte acusatorio, la regulación procedimental del jurado puede ser fácilmente acometida como pieza separada»; se considera conveniente que, antes de incluir lo que sería una sencilla pieza procedimental en la regulación general del proceso penal, se tome una decisión firme y segura acerca del modelo de jurado y sobre su concreto ámbito competencial; y se concluye que «[l]a del Tribunal del Jurado es, en definitiva, una de las reformas paralelas que ha de llevar consigo la implantación del nuevo modelo de proceso» y que «[p]asados veinticinco años de la entrada en vigor de [la] ley de 1995, la aprobación de las bases procesales del nuevo sistema de justicia criminal ha de propiciar un debate autónomo sobre el modelo de tribunal de jurado que resulta más acorde a las características y la fisonomía de la sociedad española del siglo XXI».

A la postre, lo que se propone es una reforma paralela; de ahí que lógicamente en el Anteproyecto no se llegue a incluir en la amplia disposición derogatoria a la Ley Orgánica del Tribunal del Jurado, y que en las disposiciones finales ni se haga mención a la del jurado como a una de las varias normas en las que se emplaza al Gobierno para promover su reforma (una vez más se ordenaría al Gobierno que en el plazo de un año —desde la publicación de la Ley— eleve diversos proyectos de Ley al Parlamento); mas el que no se conozca o se tenga noticia ni siquiera de un borrador sobre una posible nueva ley del jurado, no deja de ser una razón más para pensar que tampoco en esta Legislatura que empezó en 2019 lleguemos a contar con esas novedosas y ambiciosas normas.

III

Es momento ya de referirme a mi experiencia como Magistrado-Presidente en juicios de tribunal del jurado, de entrada, para indicar que todos los que intervienen en los mismos han debido cambiar sus usuales modos de actuar, pues han de hacerlo ante un tribunal de legos en cuyas manos se coloca la valoración de la prueba y la decisión de si el acusado es o no culpable.

Ese cambio en todos los intervinientes, como técnicos de las partes acusadoras, de las defensas y hasta de los peritos, afecta también a la figura del Magistrado-Presidente.

Si mi memoria no falla, llegué a actuar como Magistrado-Presidente, además de en otros casos (según mi recuerdo sobre cohecho, malversación o fraude), en once de asesinato o de homicidio; y, como compañero de otros magistrados, en comentarios y consultas de otros muchos casos.

Sin perjuicio de que, al comentar alguno de estos casos, refleje alguno de mis planteamientos, análisis y preocupaciones en torno a concretas cuestiones, sí que los hubo de forma común y con carácter general en todos ellos, como lo es en la motivación del veredicto, lo que guarda relación con las instrucciones que debe impartir el Magistrado-Presidente cuando entrega a los componentes del jurado el objeto del veredicto.

Entre mis preocupaciones estuvo siempre la exigencia de esa motivación aunque si, como se ha observado por algún sector, habiendo optado el legislador por el sistema de jurado puro, no debería ello exigirse, lo cierto es que sí se ha hecho, pues el artículo 61 de la Ley regulando el contenido que debe tener el acta en la que el jurado ha de extender el veredicto, en la letra d) se refiere a un cuarto apartado que, iniciado de la siguiente forma «Los jurados han atendido como elementos de convicción para hacer las precedentes declaraciones […]», dice que contendrá una sucinta explicación de las razones por las que han declarado o rechazado declarar determinados hechos como probados.

En enero de 2006, el discurso de ingreso como académico de número de Guillermo Vidal Andreu en la Academia de Jurisprudencia y Legislación de Cataluña versó sobre «Los recursos de la Ley Orgánica del Tribunal del Jurado. Una visión desde el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña»; publicado por la Academia, sigue siendo un útil trabajo sobre la materia; en lo que aquí interesa, Juan Córdoba Roda, en la contestación a ese discurso (contestación en la que acababa afirmando que sin duda el excelente discurso «constituirá la publicación de necesaria consulta para los profesionales del derecho en relación al proceso ante el tribunal del jurado») lo resumía destacando, como uno de los aspectos relevantes de cara a la revisión de una sentencia dictada con base en un veredicto, la exigencia de motivación del mismo, exigencia derivada de la establecida para las sentencias en el artículo 120.3 de la Constitución y explicitada en el artículo 61.1.d) de la Ley, en cuya virtud la motivación puede ser escueta y breve, pero en todo caso ha de ser suficiente, esto es, ha de exteriorizar los motivos que el jurado ha tenido en cuenta para llegar a la conclusión a la que ha llegado; seguía diciendo que el jurado, como tribunal colegiado, ha de justificar la decisión, esto es, ha de exponer las razones que permita tener como aceptable su decisión fruto del consenso, como conjunción de opiniones; y, recordando que la Ley, al regular en su artículo 63 las facultades del Magistrado-Presidente de devolver el acta al jurado por la existencia de omisiones o defectos, no incluye entre las causas de devolución el hecho de que resulte insuficiente la motivación de los hechos que se han declarado o rechazado declarar como probados, destacaba que «tal como expone el Discurso, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña tuvo clara la solución de procedencia de devolución del acta en un supuesto en el que se planteó la cuestión referida»; y concluía que «lo que no ofrece lugar a dudas es que la insuficiencia de motivación del veredicto puede incluirse en los motivos del recurso de apelación contra la sentencia dictada por el tribunal del jurado; y que de estimarse dicho motivo debe acordarse la nulidad del juicio».

Aunque pueda ser sucinta, la clave está en la suficiencia de la motivación, que no hay que olvidar que está anclada en el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, dependiendo de la sensibilidad del Tribunal el determinar en cada caso concreto cuál sea la suficiencia exigida, siendo de todos conocido que en general los estándares de motivación no todos ni siempre los han manejado de la misma manera.

La jurisprudencia (por todas basta leer la STS 195/2019, de 9 de abril, y como uno de sus múltiples antecedentes la que luego comentaré, la 1240/2000, de 11 de septiembre) parece, en cuanto a los veredictos de tribunales de jurado, más laxa en esa exigencia amparándose no solo en que la ley únicamente requiere que sea sucinta, sino además en la prescripción del artículo 70.2, en el sentido de que, si el veredicto fuese de culpabilidad, la sentencia concretará la existencia de prueba de cargo exigida por la garantía constitucional de presunción de inocencia, lo que se interpreta como complemento motivador de la fundamentación fáctica del veredicto al expresar la sentencia por qué la prueba practicada y que ha sido valorada por el jurado constituye legalmente prueba hábil para desvirtuar esa básica pretensión.

La Exposición de Motivos de la Ley explicaba que en las instrucciones al jurado radicaba otra de las condiciones del éxito o fracaso del enjuiciamiento en este tipo de juicios, pero que su justificación, que no es otra que suplir las deficiencias que puedan derivarse del desconocimiento técnico de la ley, impide que puedan extenderse a aspectos en los que los jurados deben y pueden actuar con espontaneidad; y se extiende en diversas consideraciones.

Y siempre estuvo en mis prioridades hacer ver al jurado que se esmerara en motivar el veredicto; ello ocurría cuando, una vez entregado el objeto del mismo, en audiencia pública había que impartir las instrucciones a las que hace referencia el artículo 54 de la Ley; instrucciones en las que, a modo de breve clase magistral, se debía dar la más clara luz sobre lo que habían de deliberar, y cómo. Recuerdo que a lo largo de los juicios que presidí llegué a elaborar una especie de pieza oratoria explicándoles cuál había sido y era mi función (dirigir y centrar el debate, cuidar de que el juicio se celebrara en pureza e igualdad de armas, procurando ser lo más permisivo posible, elaborar el objeto del veredicto, impartir esas instrucciones, y redactar luego la sentencia) y cuál la suya, no otra que la de decidir en definitiva si el acusado era o no culpable del cargo o cargos que se les dirigían, a cuyo efecto se les ofrecía como instrumento el objeto del veredicto para intentar ordenarles el debate y facilitarles su cometido, que era el de valorar las pruebas practicadas, sobre la prueba impartía unas ideas esenciales y básicas (prueba de cargo apta para destruir la presunción de inocencia, que podía ser directa o indiciaria; indicaba que debían actuar con libertad, que no caprichosa o arbitrariamente, en la valoración de todo material probatorio…). Siempre me extendía en remarcarles la exigencia de motivación y ahí me detenía para cerciorarme de que estaban siguiéndome, reforzaba en su caso la explicación de en qué consistía la prueba indiciaria o circunstancial, con ejemplos prácticos (que desde luego nada tenían que ver con el caso enjuiciado), sobre cuando podía ser suficiente (para llegar a la inferencia de culpabilidad) o insuficiente (por fundamentar solo sospechas). Les recomendaba que para cada ello tuvieran en cuenta la prueba que se refiriera al mismo y que fueran paso a paso anotando de la que se hubieran valido para cada apartado. También que hicieran uso del sentido común y de la lógica y que si, tras todo ello tuvieran dudas, encaminaran su veredicto al de no culpabilidad. Lo cierto es que conseguí veredictos razonablemente motivados y que me facilitaron cubrir en la sentencia el apartado relativo a la prueba de cargo.

Un apunte más que guarda relación con estas últimas reflexiones. De la lectura de los artículos 41, 42 y 45 se desprende que, una vez que todos y cada uno de los jurados han prestado el juramento o promesa (en la fórmula legalmente estereotipada), el Magistrado-Presidente mandará comenzar la audiencia pública (artículo 41.3) y se dará comienzo a la celebración del juicio oral (artículo 42.1), comenzado por la lectura por el Secretario de los escritos de calificación; empero, y no estando prohibido de modo expreso, antes de comenzar propiamente el juicio, y sin la presencia del acusado o acusados, aunque sí en audiencia pública, y a pesar de que ya antes de empezar el acto de juramento o promesa el Secretario (ahora Letrado de la Administración de Justicia) ya había reunido a los seleccionados y les había explicado lo que una vez jurado o prometido el cargo iba a pasar, les dirigía una alocución para explicarles mi función y la suya, y advertirles que se les había provisto de un bloc y un bolígrafo, recomendándoles que fueran anotando lo que les pareciera más importante de lo que iba a ir sucediendo, en especial de la prueba que se practicara, y que también les serviría para anotar las posibles preguntas que quisieran efectuar a testigos, peritos y acusados a través de mí (lo que llevó en alguna excepcional ocasión a preguntas no pertinentes pero que, para no herir susceptibilidades que pudieran descentrar a los jurados, traté de reformular sin despreciarla de plano y soslayando la impertinencia).

Ya que he hecho mención al artículo 42.1, no resisto también a hacerlo al apartado 2, que literalmente dice que «[e]l acusado o acusados se encontrarán situados de forma que sea posible su inmediata comunicación con los defensores»; pese a las penurias presupuestarias (que a veces da la impresión de que lo son más para la Administración de Justicia), enseguida se habilitaron fondos para adaptar en todas las Audiencias Provinciales salas en las que celebrar los juicios de jurado y, en general, se hizo reservando uno de los laterales para los miembros del jurado y el de enfrente para los fiscales y demás letrados (de acusación y de defensa), pero siguió colocándose al acusado o acusados frente al Magistrado-Presidente; ello ha dado lugar a que se arbitraran soluciones de espacio o de ubicación que permitieran hacer efectiva esa prescripción del artículo 42.1, que sin duda potencia la efectividad del derecho de defensa y que por ello debiera respetarse a ultranza. Es además una prescripción que cabe entenderla como extensiva a todos los juicios penales, bien que el legislador no la ha introducido expresamente ni en la LOPJ ni en la LECrim, ni las salas de audiencia, ancladas en la tradición, están diseñadas o pensadas para facilitar mínimamente ese deseable continuo flujo de comunicación; lo único que se me ha ocurrido, cuando alguna defensa me lo ha planteado, e incluso en ocasiones por propia decisión, es ofrecerle la posibilidad de que, si es factible, haya un acercamiento físico o de que, según el desarrollo de la práctica de la prueba, se suspenda momentáneamente la sesión para que puedan hablar de modo reservado.

IV

El primer juicio que presidí fue el de un caso que había despertado un gran despliegue mediático, como correspondía al luctuoso suceso, a las circunstancias que lo rodeaban y al posterior desarrollo de las pesquisas policiales y de las sucesivas actuaciones judiciales. Todo arrancó cuando un día de septiembre de 1996, ya en vigor la Ley del Tribunal del Jurado, se encontró por la policía local en el vertedero de un municipio mallorquín el cadáver calcinado de una mujer dentro de una nevera allí abandonada; la mujer de 29 años de edad era vendedora de cupones de la ONCE y madre de cinco hijos. Fueron finalmente acusados dos hermanos, residentes en la localidad, a quienes, dicho sea en apretada síntesis, se atribuía por las acusaciones (pública y popular —ejercitada por el Ayuntamiento—) haber sacado a la mujer (unos diez días antes del descubrimiento del cadáver) de su domicilio, llevándola en un vehículo al vertedero donde la intimidaron con la finalidad de que les diera el dinero que tuviera, golpeándole la cara y maniatándola, para finalmente ponerle una mordaza, introducirla en la nevera cubriendo todo el cuerpo con una manta que rociaron con varios litros de gasolina, prendiéndole fuego y produciéndose en consecuencia la muerte por combustión. Después los acusados, habiendo sustraído en el vertedero las llaves de la casa a la mujer, entraron en la vivienda y consiguieron hacerse con alrededor de cien mil pesetas.

El jurado, aunque no por unanimidad (siete votos contra dos, que fue solo uno en el relato de los hechos antes de entrar en el análisis de la participación atribuida a cada uno de los acusados), recogiendo las tesis acusatorias, encontró a los dos acusados culpables de un delito de asesinato y de otro de robo.

El juicio, denso y tenso, se celebró en prolongadas sesiones de mañana y de tarde durante los cuatro primeros días de una semana de diciembre de 1998; se entregó el objeto del veredicto en la mañana del viernes y se emitió ya avanzada la tarde del sábado.

Concentrar las sesiones en el mínimo posible de días consecutivos, con inicio en lunes, lo fue, y luego lo ha seguido siendo, pensando en interrumpir lo menos posible la usual vida cotidiana de los jurados; en este caso además, en una interpretación que se hizo en los albores de la vigencia de la Ley, debido a que se procedía a incomunicar a los jurados desde el momento del comienzo del juicio por entender, haciendo una laxa interpretación, que así no recibirían influencias externas circunscribiendo su exclusiva atención en lo que ocurriera en el juicio; quizás era un excesivo prurito en evitación de juicios paralelos, y esa práctica se fue progresivamente relajando hasta que, con apoyo en la estricta literalidad del artículo 56 de la Ley, la incomunicación comenzaba una vez se les había hecho entrega del objeto del veredicto e impartido las instrucciones.

Esa rigidez inicial me hizo incluso plantear si, ya designado el Magistrado-Presidente, este podía prorrogar la prisión provisional hasta la celebración del juicio, y ello porque cupiera entender que la estricta imparcialidad resultara cuestionada; imparcialidad que debe conducir a que en momento alguno, al preparar y presidir el juicio, dejara aflorar cualquier cosa, incluso en gestos, que pudiera pensarse e interpretarse como valoración de la prueba, limitando el presidente su función a la de mero y estricto árbitro para que el juicio se celebrara con igualdad de armas y con la práctica lícita y correcta de las pruebas propuestas por las partes.

Pero el principal problema que hube de afrontar fue el derivado del hecho de que junto a los dos hermanos finalmente acusados se había imputado al tío carnal, aunque mucho más joven, de ellos; joven que durante la instrucción, aunque ya prácticamente culminada, había fallecido; ¿podía introducirse en la vista oral y consiguientemente valorarse como prueba de cargo, o de descargo, lo dicho por el fallecido? La duda surgió a la vista de la prescripción contenida en el artículo 46.5 de la Ley que, rubricado con la etiqueta de especialidades probatorias, señalaba en su primer párrafo que «[e]l Ministerio Fiscal, los letrados de la acusación y los de la defensa podrán interrogar al acusado, testigos y peritos sobre las contradicciones que estimen que existen entre lo que manifiesten en el juicio oral y lo dicho en la fase de instrucción», añadiendo que «[s]in embargo, no podrá darse lectura a dichas previas declaraciones, aunque se unirá al acta el testimonio que quien interroga debe presentar en el acto», para en un segundo párrafo especificar que «[l]as declaraciones efectuadas en la fase de instrucción, salvo las resultantes de prueba anticipada, no tendrán valor probatorio de los hechos en ellas afirmados»; ¿qué había querido decir el legislador? No era ajeno a esa preocupación lo que transmitía el cine americano con mafiosos cuidando de hacer desaparecer a los testigos de cargo; además, por si ello no fuera ya problemático, ocurría también que el fallecido que había implicado con todo lujo de detalles a sus sobrinos en las primeras declaraciones que prestó, luego se contradijo asumiendo que fue él solo quien llevó a cabo lo sucedido e incluso así se lo dijo al capellán del centro penitenciario poco antes de morir, sacerdote que así lo declaró en el juicio como testigo.

Ese fue pues el caballo de batalla y, tras mucha reflexión, consultas con compañeros y estudio, resolví que sí podía traerse al juicio, como solicitaban las acusaciones, todo lo que había dicho en sede judicial el fallecido y que, por tanto, podía ser ello valorado por los componentes del jurado, explicándoles en las instrucciones que podían elegir de entre sus versiones la que les pareciera más verosímil y que, si se decantaban por la que fuera perjudicial para los acusados, deberían cuidar de avalarla con datos objetivos, fruto de la prueba practicada, que la corroborara; delicadas instrucciones inspiradas con la finalidad de dejar plena libertad a los jurados, de la que hicieron uso en la deliberación (en la que no hubo unanimidad).

La Sentencia que con base en el veredicto se dictó fue recurrida en apelación ante la Sala Penal del TSJ por los dos condenados; su recurso fue estimado en parte, no en la argumentación principal con la que se pretendía un pronunciamiento absolutorio, en tanto que se consideró que uno de los acusados actuó como cómplice del asesinato y se le rebajó en consecuencia la pena (lo que como Magistrado-Presidente me había planteado, ya que conocía a ese acusado por su vasto historial en delitos de hurto y de robo, nunca con violencia, mas sin poder plasmarlo en el objeto del veredicto porque las posturas de las partes no dejaban resquicio al respecto). La Sentencia del TSJ fue recurrida en casación por las legales representaciones de los acusados reproduciendo la argumentación ya esgrimida en la apelación, y también por la Fiscalía, que logró que la Sala Penal del Tribunal Supremo se pronunciara en el sentido de «confirmar en todos sus puntos la sentencia dictada por el tribunal del jurado». El TS, y no voy a entrar en ello, consideró, según conocida doctrina que constriñe la participación a título de cómplice, que todos habían actuado realizando conjuntamente el hecho; donde la Sala se esmeró fue en desechar las tesis defensivas, con una argumentación que es la que me interesa destacar puesto que viene a reforzar lo razonado en las sentencias de las que traía causa (la del Magistrado-Presidente y la del TSJ).

Las defensas de los acusados al formalizar la casación denunciaban la vulneración del derecho de defensa y a un juicio justo (considerando vulnerado el artículo 46.5 in fine de la Ley al haberse admitido como prueba las declaraciones prestadas en fase de instrucción por el coimputado que no pudo comparecer al acto del juicio oral por haber fallecido con anterioridad a la celebración de este), y, en otros dos motivos, la vulneración del derecho constitucional a la presunción de inocencia (por fundamentarse la condena en una prueba insuficiente —la declaración de un coimputado— y obtenida conculcando el derecho fundamental a un procedimiento legal con todas las garantías) y la vulneración al derecho de la tutela judicial efectiva (por falta de motivación del veredicto y de la propia sentencia, sin que en el acta, aunque se expresen los elementos de convicción utilizados, se haga mención de las razones por las que declara tener por probados los hechos).

V

El TS, en su Sentencia 1240/2000, de 11 de septiembre, con ponencia de Cándido Conde-Pumpido, desmonta con prolijo razonamiento toda esa argumentación ofreciendo, con aparente vocación didáctica, algunas bases de cara a la doctrina que iba a ir después asentándose en lo referente a los juicios de jurado.

La Sentencia recapitula y resume la doctrina del Tribunal Constitucional y de la propia Sala sobre la necesidad de que la actividad probatoria hábil para destruir la presunción de inocencia se practique en el acto del juicio oral y sobre los supuestos admisibles como excepciones, recordando y concluyendo que puede otorgarse valor probatorio a determinadas diligencias sumariales. Y ello siempre que se hayan practicado de modo inobjetable con todas las formalidades que la Constitución y el ordenamiento procesal establecen, y que sean efectivamente reproducidas en el acto del juicio oral en condiciones que permitan a la defensa someterlas a contradicción, y que en concreto se ha admitido la eficacia probatoria de las diligencias sumariales en los casos de prueba anticipada a que refiere el artículo 730 LECrim; lo que incluye en determinados supuestos (como, entre otros, el del testigo que haya fallecido) la posibilidad y licitud de reemplazar la prueba testifical que, por causas independientes de la voluntad de las partes no pueda practicarse en el juicio, por la lectura de las declaraciones sumariales.

Al referirse al párrafo final del artículo 46.5 de la Ley, la Sentencia señala que dicho precepto lo que hace precisamente es incorporar, de modo muy sintético, la doctrina constitucional y jurisprudencial, y añade que esa doctrina sobre la presunción de inocencia y las pruebas hábiles para enervarla debe ser común a todo el proceso penal con independencia de la naturaleza de los delitos enjuiciados y de la composición del Tribunal, para concluir en términos generales que «no resulta admisible sostener que una prueba de cargo pueda ser válida para desvirtuar la presunción constitucional de inocencia en un delito de homicidio frustrado y no en otro de homicidio consumado, o en un secuestro o en una violación y no en delito de amenazas o de allanamiento de morada, en función de la composición del Tribunal competente para el enjuiciamiento».

Refiere a continuación la Sentencia la postura sobre la valoración, como prueba de cargo hábil y suficiente para desvirtuar la presunción de inocencia, de las declaraciones de los coimputados; resume de modo compendioso esa doctrina destacando que las declaraciones de coimputados prestadas en sede judicial y no ratificadas judicialmente son inhábiles para desvirtuar dicha presunción y enumera los requisitos exigibles para poder valorarlas (materiales —imposibilidad de reproducción durante el juicio—, subjetivos —necesaria intervención del juez de instrucción—, objetivos —la posibilidad de contradicción— y formales —reproducción mediante lectura, en el juicio oral—), y pasa a recordar que ante posibles discrepancias y contradicciones el Tribunal puede escoger, con una valoración razonada y razonable, la que le merezca crédito, y trae a colación la fórmula ya estereotipada del Tribunal Constitucional sobre la eficacia probatoria de la declaración de los coimputados en el sentido de que «la declaración incriminatoria del coimputado carece de consistencia plena como prueba de cargo cuando siendo única no está mínimamente corroborada por otras pruebas».

A no dudar que toda esta asentada doctrina tendrá que ser tamizada y precisada si desaparecen los Juzgados de Instrucción y la instrucción pasa a ser de exclusiva competencia del Ministerio Fiscal.

En cualquier caso, esta Sentencia del TS explicaba y detallaba todo lo declarado, e introducido en el juicio oral, por el coimputado fallecido, así como las pruebas y elementos de corroboración.

Para redactar estas líneas no he leído la Sentencia que en su día dicté, pero en la del Supremo, a modo de corolario de su propio examen de la prueba, se reproducen (por entender que no está de más, calificándolas como acertadas y haciéndolas suyas) las consideraciones efectuadas en mi Sentencia al analizar conforme a lo prevenido en el artículo 70.2 LOTJ la concurrencia de prueba de cargo hábil para desvirtuar la presunción constitucional de inocencia; fue lo que en su día redacté y que desde la STS reproduzco:

«Cuando el Jurado apoya su veredicto en las manifestaciones de Rafael el día 21 de septiembre de 1996, está refiriéndose materialmente a ellas y a la reiteración que de las mismas hizo con insistencia en el siguiente día 24, ya en el Juzgado de Instrucción; las hizo pues ese día 21 por primera vez, pero eran las mismas que repitió tres días después, y pueden reputarse como prueba de cargo por dos razones:

a) Una, porque no hay inconveniente alguno en considerar tales manifestaciones como prueba preconstituida y valorable conforme al artículo 730 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal; el fallecimiento de Rafael hizo obviamente imposible su comparecencia en el juicio, más aquellas declaraciones fueron ratificadas, reiteradas y hasta ampliadas en el mismo sentido en el Juzgado de Instrucción; y no sólo eso sino que el mismo día 24 sostuvo sendos careos con sus tíos, Simón y Luis Antonio, estando los tres asistidos por letrados que les defendían, e incluso ese mismo día 24, por la tarde, se procedió además, con la presencia de los abogados, a la diligencia judicial de reconstrucción de hechos, donde Rafael volvió a insistir en esa su primera versión en la que incriminaba a sus tíos también presentes en la diligencia, que fue grabada por cámara de vídeo; los testimonios de las declaraciones y de los careos del día 24 fueron aportados por el Ministerio Fiscal como prueba documental al inicio del juicio y leídos en su momento, mientras que la diligencia de reconstrucción de los hechos y su filmación se habían remitido por el Juzgado de Instrucción de conformidad con lo previsto en el artículo 34 de la L.O.T.J., siendo la cinta visionada, a petición del Fiscal y del Letrado de la Acusación Popular, durante el juicio.

b) Otra, porque aquellas declaraciones del día 21 de septiembre de 1996 han sido traídas al juicio a través de la testifical del Sargento de la Policía Judicial de la Guardia Civil, que las oyó directamente de boca de Rafael, cuyo fallecimiento hace posible que quepa valorar lo declarado por el Sargento en calidad de la apuntada prueba testifical de referencia o de oídas.

Cosa distinta es la valoración que de esa prueba ha hecho el Jurado, que sí estaba advertido o ilustrado de que la libre apreciación consagrada en el artículo 741 de la L.E.Criminal en modo alguno significa valoración caprichosa o arbitraria; al igual que había sido puesto al tanto el Jurado de que las declaraciones de los imputados pueden ser, excepcional y cautelosamente, tenidas como prueba de cargo, y de que, ante manifestaciones contradictorias de una misma persona, debían elegir las que, razonada y razonablemente, creyeran verdaderas. No es incumbencia de este Magistrado indagar en los motivos, y razones, por los que la mayoría del Jurado ha otorgado crédito a la primera versión dada por Rafael, descartando las siguientes vertidas ante el Juzgado el día 8 de octubre (y que también les habían sido leídas a instancias del Ministerio Fiscal) y después, en términos distintos, al Sacerdote del Centro Penitenciario (que fue oído como testigo de referencia); para formar su convicción la mayoría de los Jurados sin duda han valorado como pruebas, y de ahí que el acta de veredicto lo consigne de manera expresa, las declaraciones de Gabriel y de Rodolfo, y en relación al acusado Luis Antonio, las aportadas por la Policía Local de Capdepera; quiere ello decir que el Jurado ha creído a aquellos dos testigos y han entendido que la actuación de la Policía fue en todo momento correcta e imparcial; en consecuencia para la mayoría del Jurado no ha habido duda en el sentido que en la madrugada del día 10 de septiembre de 1996 Simón y Rafael bajaron del vehículo de este último, mientras una tercera persona permanecía al volante, para comprar gasolina que les fue servida en una botella o envase de plástico (para lejía) que llevaban aquéllos, y que más tarde ellos dos en compañía de Luis Antonio estuvieron, ya muy avanzada la noche, en el bar Jaime de Manacor; actos todos estos que desmienten la versión o coartada de los acusados».

En otro orden de ideas, y como antes ya he enunciado, se denunciaba por las defensas, en el tercer motivo del recurso, la falta de motivación del veredicto y de la propia Sentencia; y tampoco es nada rácana la Sentencia que se comenta, sino todo lo contrario, en tratar el problema; dedica a ello cinco de sus fundamentos jurídicos, con doctrina general sobre la motivación de las sentencias como exigencia del derecho a la tutela judicial efectiva e introduce lo que se arrastrará en la doctrina jurisprudencial, significando que «tratándose de sentencias dictadas por el Tribunal del Jurado es obvio que no puede exigirse a los ciudadanos que integran el Tribunal el mismo grado de razonamiento intelectual y técnico que debe exigirse al Juez profesional y por ello la Ley Orgánica del Tribunal de Jurado exige una “sucinta explicación de las razones…” (art. 61.1·d) en el que ha de expresarse las razones de la convicción, las cuales deberán ser complementadas por el Magistrado-Presidente en tanto en cuanto pertenece al Tribunal atento al desarrollo del juicio, en los términos antes analizados, motivando la sentencia de conformidad con el art. 70.2 de la LOTJ»; enfatiza que «la constatación de la concurrencia de prueba de cargo hábil para desvirtuar la presunción constitucional de inocencia (no su valoración, que es una actividad posterior competencia del Jurado) incumbe al Magistrado-Presidente, que es quien adopta la decisión, tácita, de no suspender el Juicio, conforme a lo prevenido en el citado art. 49, y es por ello por lo que el art. 70.2 de la L.O.T.J. exige que la sentencia del Magistrado-Presidente, además de contener la motivación jurídica procedente conforme a lo prevenido en el art. 248:3 de la L.O.P.J., incluya también, si el veredicto es de culpabilidad, la concreción de la prueba de cargo exigida por la garantía constitucional de la presunción de inocencia»; continúa señalando que «[c]on ello se facilita y simplifica, en gran medida, la exigencia al Jurado de la motivación del veredicto, que sólo debe consistir en la referencia a los elementos de convicción que han tomado en consideración para efectuar sus pronunciamientos fácticos, como previene el art. 61.1.d) de la Ley Orgánica del Jurado, como sucinta explicación de las razones que determinan su convicción, pues la convicción, como constatación de la realidad de una proposición fáctica, se fundamenta en el resultado de las pruebas que avalan la realidad de dicha proposición»; y recuerda que «la motivación no constituye un requisito formal sino un imperativo de la racionalidad de la decisión, y en consecuencia constituye motivación suficiente aquella que permite a un observador imparcial apreciar que la decisión tiene un fundamento razonable y no es fruto de la mera arbitrariedad. Ello se consigue en los supuestos de prueba directa, con la mención o referencia a los testimonios, informes periciales, documentos, etc., que avalan la veracidad de las proposiciones fácticas aceptadas por el Jurado, sin que sea necesario extenderse en los mecanismos puramente psicológicos del convencimiento, que no son exigibles, en realidad, a ningún Tribunal ni en nuestro Ordenamiento ni en los Ordenamientos Jurídicos de los países de nuestro entorno».

Como aviso de navegantes concluye, en esas preliminares y generales reflexiones, que «[e]xtremar el rigor en la exigencia de motivación del veredicto del Jurado, determinando con ello la reiterada anulación de sus resoluciones, con la consiguiente repetición de los juicios que conlleva un ineludible efecto negativo en los derechos constitucionales a la tutela judicial efectiva y a un proceso sin dilaciones indebidas, puede constituir, bajo el manto de un aparente hipergarantismo, la expresión real de una animosidad antijuradista que puede hacer inviable el funcionamiento de la Institución, tal y como ha sido diseñada por el Legislador».

Tras todo ello, reproduce el íntegro contenido de la motivación, plasmado en el acta del veredicto, y concluye que «[r]ara vez hemos contemplado, en el análisis de los recursos de casación formulados frente a las resoluciones del Tribunal del Jurado, una motivación más completa», y que el jurado «señala, de modo suficientemente expresivo, detallado y racionalmente comprensible, cuales son los elementos probatorios tomados en consideración para declarar acreditados individualizadamente cada uno de los puntos del cuestionario fáctico del veredicto, aún cuando ordinariamente puede ser suficiente con una motivación conjunta»; a mayor abundamiento recoge razonamientos de la Sentencia dictada en apelación por el TSJ, y recuerda la fundamentación de la dictada por el Magistrado-Presidente.

Sobre el juicio de este caso no resisto añadir algún comentario adicional; uno, para destacar la diligencia judicial de reconstrucción de los hechos, bien grabada y visionada en el juicio, en la que estuvieron presentes los tres imputados, sus defensas, la fiscal y el médico forense (seguramente debió contribuir a que los jurados creyeran la versión inculpatoria del luego fallecido respecto de sus sobrinos); y otro, en relación al informe del médico forense, quien ya avanzada la tarde pidió emitirlo con diapositivas, por lo tanto, con luces apagadas, y haciendo uso de un puntero láser; fue minucioso en el examen del cadáver y de las marcas en diversos huesos que denotaban los golpes; al encenderse las luces difícilmente se me borrará de la memoria los rostros demudados de los miembros del jurado (creo que esa actuación del forense debió contribuir a que en el subconsciente de los jurados quedara la idea de que el crimen no podía quedar sin castigo, y fue la primera muestra, que luego fui confirmando, de que los médicos forenses habían asumido cómo desarrollar su actuación ante un tribunal de legos).

VI

Después presidí otros muchos juicios de jurado.

Por referirme solo a los en que se dilucidaba veredicto de culpabilidad de asesinato o de homicidio, haré breve mención de los mismos; en todos ellos el jurado declaró culpable a los acusados y en ninguno de ellos llegó a prosperar recurso alguno contra la sentencia que se dictó con base en el correspondiente veredicto.

Uno fue el de un ciudadano chino que degolló a la hija del dueño, también chino, de un restaurante del que había sido despedido; provisto de un cuchillo de cocina que se procuró en otro restaurante en el que entonces trabajaba y sabiendo que la mujer estaba sola con su hijo, que no tenía aún tres años, esperó a que saliera la mujer y en el rellano la degolló para, a continuación hacerlo con el menor cuando este gritaba asustado; recuerdo que el padre de la criatura, que estaba separado de la mujer, venía a pedirme que enviara al acusado a China porque allí le impondrían la pena de muerte, y que en el juicio hube finalmente de expulsarle de la sala porque quería agredir al acusado y luego no dejaba de increparle.

Otro en el que se juzgó a un marroquí que, afincado en Palma y con un taller de fabricación de artículos de piel, un día de enero de 2001 en el taller, que además era su vivienda, golpeó en la cabeza a la mujer española con la que mantenía una relación sentimental, haciéndolo con un objeto romo y contundente, causándole varias fracturas craneales y quedando ella inconsciente; después la despojó del abrigo, la llevó a la cama y la roció con una cola de pegar altamente inflamable a la que prendió fuego, ante lo que la mujer reaccionó volviendo en sí y, envuelta en llamas, salió corriendo al patio de la vivienda siendo perseguida por el acusado que le seguía vertiendo cola, lo que fue visto por algunos vecinos alertados por los gritos de la mujer, vecinos que avisaron a la policía que enseguida acudió al lugar; pocas horas después la mujer falleció a consecuencia de las fracturas craneales y de las quemaduras (en el 90 % de la superficie corporal total); el veredicto apreció como acreditados la alevosía y el ensañamiento.

Si lo anterior había ocurrido el 8 de enero de 2001, casi un año después (el 2 de enero de 2002), en el domicilio que compartían, un varón discutió con su compañera sentimental, a la que acabó golpeando en la cabeza con un martillo causándole un traumatismo craneoencefálico con pérdida de conocimiento, que aprovechó el varón para estrangularla con la funda de una almohada que había anudado a su cuello y apretado fuertemente hasta la asfixia; como razoné en la Sentencia, lo que se planteaba al jurado era decidir cuál fue la secuencia concreta de los hechos y, en definitiva, si debía prosperar el cargo de asesinato postulado por las acusaciones o el de homicidio que era la tesis de la defensa; el jurado se decantó por el asesinato; la Sentencia que recogió el veredicto se dictó el 29 de marzo de 2003, el TSJ la confirmó el siguiente 9 de julio y el TS en Sentencia de 13 de febrero de 2004 declaró no haber lugar a la casación.

También se declaró culpable, en esta ocasión de homicidio, a un alemán que en Ibiza causó la muerte de otro compatriota suyo; y a dos británicos por haber matado a otro de su misma nacionalidad en Mallorca; no se llegó a condenar a una ciudadana austríaca, casada con un español, pero sí a imponerle medida de seguridad de internamiento en centro psiquiátrico, por haber ahogado a su bebé en el curso de un brote psicótico.

Otros jurados declararon culpable de homicidio, descartando el asesinato, a un mallorquín que causó la muerte de un vecino con el que tenía una mala relación; el Tribunal, para no acoger la tesis defensiva de que había sido un accidente al volcar el tractor que manejaba, se sirvió, algo desordenadamente pero de forma correcta y evidente, prueba indiciaria (eso hube de explicarlo y razonarlo en la Sentencia consiguiente).

Un marroquí fue declarado culpable de haber matado a su esposa (madre de los cuatro hijos comunes) de la misma nacionalidad y de la que estaba separado con prohibición de acercamiento y de comunicación, asestándole, en la vía pública y a la luz del día, varias cuchilladas que determinaron su fallecimiento pocas horas después; se le condenó a 9 meses de prisión por el quebrantamiento de condena y a 19 años por asesinato con la agravante de parentesco.

Y el último jurado que presidí, en octubre de 2012, tres meses antes de retirarme a un juzgado de lo penal, fue el que declaró a una mujer culpable del asesinato de su hijo ahogándole cuando lo bañaba; hechos ocurridos en Menorca y que se descubrieron años después de ocurridos cuando en un paraje de difícil acceso el dueño de la finca encontró dentro de una maleta los restos del cadáver del niño.

VII

Quiero eso sí, fijar en especial la atención de otros dos casos, uno de asesinato para deslizar algunas reflexiones sobre el objeto del veredicto y otro de fraude a fin de llevar a cabo consideraciones en torno a la selección del jurado.

A raíz de haberse descubierto el cadáver semicalcinado de una mujer en un terraplén de una carretera mallorquina, acabó instruyéndose una causa para el enjuiciamiento ante un tribunal de jurado; a juicio fueron llevadas como acusados cuatro personas, a una de ellas imputándosele la autoría material del asesinato de la mujer, a otra atribuyéndosele la inducción al mismo, a ambas con la acusación de delito de hurto (por la sustracción de dinero y joyas días antes de la comisión del asesinato) y de una falta de lesiones (por la paliza que también días antes le habían propinado), y a otras dos personas con el cargo del encubrimiento (del asesinato).

Si de por sí el objeto del veredicto está configurado legalmente con cierta complejidad, en este caso resultaba especialmente complejo dada la variedad de títulos de imputación y el número de acusados, hasta el punto de que se hubo de someter a la consideración del jurado hasta cuarenta y dos apartados: quince sobre los hechos, ocho sobre causas eximentes y circunstancias del delito y once sobre calificación y culpabilidad, incluyendo en todos ellos alternativas; además, en las instrucciones, previendo que la deliberación y la votación sobre los hechos pudiera estancarse por algunos detalles, se ilustró sobre la posibilidad que ofrece el artículo 59.2 de la Ley en el sentido de modificar el relato propuesto con precisiones que no supongan una alteración sustancial ni determinen una agravación de la responsabilidad imputada por la acusación; y efectivamente en dos de los apartados se hizo uso de esa posible corrección, lográndose así la unanimidad.

El resultado final fue el de que uno de los acusados fue declarado, por unanimidad, culpable de los tres cargos que afrontaba (el de hurto, el de lesiones y el de asesinato); a la acusada a la que se imputaban esos tres mismos cargos (como coautora de dos de ellos y a título de inductora del asesinato) se le declaró no culpable de los mismos por siete votos contra dos, y ello, según lo explicado en el acta del veredicto, por las dudas generadas pese a las fundadas sospechas de su participación (a todos los jurados se les explica en las instrucciones, como regla de oro, en qué consiste el principio de in dubio pro reo); y a los otros dos acusados del cargo de encubrimiento del asesinato se les declaró no culpables porque, aun dando por probados actos que cabía incardinar en esa figura delictiva, el jurado entendió que habían actuado por impulso de un miedo insuperable (pienso que difícilmente hubiera prosperado esa apreciación de la eximente completa en un tribunal profesional).

Apuntado ha sido que, con solo leer las prescripciones legales relativas al objeto del veredicto, ello es más que suficiente para llegar a la conclusión de que estamos ante un acto de indudable complejidad; no es solo la minuciosa redacción del artículo 52 de la Ley la que lleva a esa conclusión, sino que abunda en ella el contenido de los siguientes ordinales (el de las instrucciones, inescindibles del objeto del veredicto por ser secuencia necesaria del mismo, el de la deliberación, el de la posibilidad de que se solicite ampliación de las instrucciones y el de la eventual devolución del acta del veredicto, hasta la lectura del mismo).

Por lo que se viene refiriendo, todo lo relativo al objeto del veredicto resulta merecedor de un tratamiento monográfico que excede de los límites de esta disertación, pero sí quiero aludir, en términos generales, al modo de conducirme para elaborar este documento.

En el objeto del veredicto deben recogerse todas las tesis enunciadas en sus escritos por las acusaciones y por las defensas; hay que ordenarlas de modo lógico y cuidando siempre de facilitar la deliberación del tribunal; para su elaboración empezaba ya antes de las sesiones del juicio, y con base a los escritos de acusación y de defensa, a hacer mentalmente, o incluso por escrito, un primer borrador, que iba perfilando a lo largo del juicio; borrador que terminaba cuando las partes informaban sus conclusiones definitivas. Acabado el juicio convocaba a las partes para someterlo a su consideración; con las sugerencias y aportaciones, en su caso, se completaba el objeto del veredicto, y se mantenía o modificaba; el que se planteó a los jurados siempre fue el aceptado por todas las partes.

Es pues un ejercicio de lógica, que en la medida de lo posible recoja ordenadamente todas las pretensiones, sea de fácil manejo por los jueces legos e incluso también facilite en la sentencia un redactado fluido y coherente de los hechos probados.

VIII

En otro supuesto, había que enjuiciar un delito de fraude del que venían acusados una consejera del Gobierno balear y un asesor jurídico; y me planteé el problema de hasta dónde se podía llegar en el interrogatorio a los candidatos a formar parte del tribunal, si cabía preguntarles sobre sus simpatías a algún partido político (el entonces de la oposición estaba constituido en parte acusadora); concluí que la pregunta sería pertinente previa advertencia al candidato de que no tenía obligación de contestarla; finalmente nadie inquirió en ese sentido y no hubo problema alguno; como curiosidad, el veredicto fue de no culpabilidad, pero esta cuestión relativa al interrogatorio de los candidatos me lleva al tratamiento de alguno de los problemas, y a efectuar alguna reflexión sobre mi experiencia, respecto de la selección del jurado e incluso a añadir algo más con lo que cerrar estas líneas.

Me llamó en su momento la atención al visionar algunas películas, cómo no americanas, y en especial la titulada «El Jurado», la existencia de un experto en la selección del jurado con todo un completo equipo de heterogénea composición, y que llega a espetarle al abogado algo así como «usted es solo el defensor»; también me dio qué pensar el hecho que, para seleccionar el tribunal, en algún caso mediático, se tardara más de un mes y hasta dos en completar la elección.

No tengo noticia de que en España, ni en nuestro entorno (aunque en los países más cercanos la figura no es la del jurado puro, sino la del escabinado), haya aparecido esa figura del experto en la selección; puede ello explicarse en nuestra falta de tradición, y no me parece deseable que llegue a surgir. Hasta donde alcanzo y salvo alguna excepción (en casos que no me consta que mediara la figura del experto), como media se tarda alrededor de dos horas en culminar la selección y desde luego esa es mi experiencia como Magistrado-Presidente.

Una vez designado el magistrado que haya de presidir el juicio se regula con minuciosidad el curso a seguir para la elección de los miembros del jurado; desde el artículo 18 hasta el 23 de la Ley, y más adelante en sus artículos 38 a 40, se van explicando los sucesivos pasos; a los treinta y seis candidatos que salen por sorteo se les cita ya para el día en que haya de comenzar el juicio remitiéndoles además el cuestionario que deben cumplimentar (conteniendo un cuadernillo de instrucciones, otro de contestaciones y uno más de textos legales, así como hoja complementaria sobre los datos de la causa e incluso el sobre para devolución de las contestaciones; en ese cuadernillo de contestaciones que consta de seis cuartillas, y que parece exhaustivo o al menos suficiente para dar un perfil bastante aproximado del candidato, se han de contestar diversas preguntas entre ellas sobre varios datos de carácter personal —entre ellos la nacionalidad, edad, profesión y nivel de estudios— y se debe exponer si se incurre en causas de incompatibilidad o en las prohibiciones —de unas y de otras se ofrece información en el cuadernillo de textos legales—, pudiendo ya alegar excusas).

Recibidas las contestaciones, que se entregan a todas las partes, se convoca vista de la excusa, advertencia o recusación presentadas, resolviéndose lo oportuno en tres días (suele hacerse en el momento); si como consecuencia la lista queda reducida a menos de veinte candidatos se procede al inmediato sorteo para completar dicho número (no es raro que teniendo en cuenta que hay quienes no contestan el cuestionario o que alguna contestación todavía no ha llegado, ese sorteo incluya alguno más).

La selección tiene lugar el día y hora señalados para el juicio y si concurren al menos veinte candidatos el magistrado abrirá la sesión; minuciosas prescripciones (artículos 38 a 40) regulan esta fase. La preocupación que recuerdo durante la media hora anterior a la señalada para comenzar era la de que se hubieran presentado al menos veinte, y mejor si eran más, para evitar nuevos sorteo y señalamiento, con el consiguiente retraso, molestias a los comparecientes y distorsión en la agenda de todos.

Nunca hube de retrasar el señalamiento, y no recuerdo que, agotadas las ocho recusaciones sin causa, salvo en una ocasión, se recusara a algún candidato al amparo de una causa legal.

Era curioso y llamativo que, salvo algunos candidatos que se mostraban proclives a integrar el tribunal (algún entusiasta fue recusado sin más), la mayoría mostraba o daba a entender resistencias o reticencias a salir elegido (se notaba con claridad en cómo contestaban a algunas preguntas); sin embargo, una vez seleccionados solían ejercer su función de forma responsable y hasta admirable.

Dicho ha quedado que no creo deseable que se llegue en España a la complejidad alcanzada en el mundo anglosajón, en especial en los Estados Unidos, en este aspecto de la selección, ni quizás en otros; ha sido comentado hasta la saciedad (en publicaciones, charlas, seminarios y conferencias) lo que en la década de los noventa del pasado siglo dijo un magistrado del Tribunal Supremo de los Estados Unidos cuando aseguró que el juicio oral ha llegado a ser en la actualidad tan complicado que el sistema solo puede sobrevivir con la ayuda de la conformidad (arreglos), y que, si el porcentaje cayera del 90 % al 80 % de sentencias negociadas, se tendrían que duplicar todos los recursos humanos y judiciales para poder afrontar el crecimiento de los juicios con jurado.

Se comenta que en Estados Unidos ese número de conformidades o de sentencias negociadas supera el 90 % y que ese porcentaje va creciendo, con una opinión pública en contra.

En nuestro país, donde además no rige, en teoría, el principio de oportunidad (algo sí en la jurisdicción de menores), no hemos llegado a esa situación porque la lista de delitos a enjuiciar por jurado es reducida (bien que en los otros procedimientos penales si no se dictaran sentencias negociadas, aunque no se llega a ese porcentaje del 90 %, la sobrecarga de los órganos judiciales resultaría insoportable). No está de más algún comentario sobre las conformidades en el procedimiento ante tribunal de jurado.

En la Ley del Tribunal del Jurado únicamente se contiene una referencia expresa a la conformidad en el artículo 50, a modo de remedo o adaptación de lo que en el procedimiento abreviado se establece en el artículo 787 LECrim (en el que el juez, obviamente, no tiene constituido ningún tribunal de jurado).

En evitación de los costosos trámites que han de seguirse para la constitución del jurado, recuerdo varias sentencias que dicté como Magistrado-Presidente en las que venía a razonar: «aunque de modo expreso la Ley Orgánica del Tribunal del Jurado solo se refiere, como causa de disolución del Jurado, a la posibilidad de que se dicte sentencia de conformidad (de las partes con el escrito de acusación) en el artículo 50, es lo cierto en el anterior artículo 24.2 declara la aplicación supletoria de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, donde se prevé la posible sentencia de conformidad, en el trámite de calificación y sin necesidad de llegar a juicio oral, tanto en el artículo 655 (para las causas seguidas como Sumario), como en el artículo 784.3 (en sede de Procedimiento Abreviado) y en el artículo 801 (procedimiento para el enjuiciamiento rápido de determinados delitos), por lo que en aplicación de estos últimos preceptos no se ve inconveniente alguno para dictar la sentencia solicitada por las partes, sin que sea preciso iniciar los costosos trámites encaminados a la constitución de un Jurado, que debería ser disuelto por haberse previamente puesto de acuerdo las partes con los hechos que serían objeto del debate y de la controversia. Resulta pues más que conveniente anticipar la solución prevista legalmente en aquel artículo 50, cuando así lo han solicitado las partes, existe la apuntada cobertura legal (de la supletoriedad de la Ley de Enjuiciamiento Criminal) y abundan en ello elementales exigencias de economía procesal y material».

Ofrecía, eso sí, la posibilidad de recurso de apelación.

Si ello puede llegar a hacerse en peticiones acusatorias que no excedan de los seis años de prisión, es más que dudoso que quepa cuando la solicitud de pena exceda de esa magnitud, si bien me consta que se han arbitrado soluciones para facilitar la práctica de la prueba, la elaboración del objeto del veredicto y la emisión del mismo.

IX

Ojalá que tal vez estas modestas líneas sean el embrión de un trabajo más extenso y ambicioso, así como estructurado, en torno a las cuestiones que se plantean en la preparación y desarrollo de juicios con jueces legos; quizás escribirlo en colaboración con otra persona sería deseable (en tanto que ello reduciría la posibilidad de abusar de apriorismos) y desde luego sería prudente esperar a la promulgación de la anunciada nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal y de la del Tribunal del Jurado, si es que llegan a ser realidad en un plazo razonable, lo que no parece que vaya a suceder.

 

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