LA PROTECCIÓN DEL TURISTA EN EL DERECHO ESPAÑOL
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LA PROTECCIÓN DEL TURISTA EN EL DERECHO ESPAÑOL

ESTUDIS

LA PROTECCIÓN DEL TURISTA EN EL DERECHO ESPAÑOL (Apuntes para un estudio)

José Angel Torres Lana

Catedrático de Derecho Civil Universitat de les Illes Balears

  1. Planteamiento e ¡deas introductorias. II. El marco positivo de la protección. III. Criterios de armonización normativa. IV. Régimen sectorial de protección. V. Régimen genérico de protección. VI. En especial, la Ley 21/1995, de 6 de julio, de regulación de los viajes combinados.

I. Planteamiento e ideas introductorias.

Parece evidente que el Derecho no puede desconocer un fenómeno de tanta trascen­dencia económica y tanta implantación social como el turismo. En efecto; a lo largo de su todavía breve andadura como factor representativo de la realidad social y cultural, el turis­mo ha estado perennemente acompañado de una constante atención jurídica, paralela a su desarrollo. El conjunto normativo que incide sobre el turismo se aglutina fundamental­mente en torno a tres grandes núcleos: en primer lugar, el relativo a las medidas de fomen­to (subvenciones, créditos, premios, facilidades para el planeamiento urbanístico, etc.); en segundo lugar, el referente a las normas de policía en su más amplio sentido, y en tercer lugar el que regula la intervención directa de la Administración, bien a través de servicios públicos, bien mediante la creación de empresas públicas.

Ahora bien; este marco jurídico delimitador se proyecta a su vez sobre una pluralidad de instituciones jurídicas que básicamente pueden agruparse en las siguientes categorías: contratos (hostelería, mediación, transportes, servicios profesionales, etc.), empresas (hoteleras, de publicidad, transportistas y mediadores) e infraestructura (ordenación del territorio, medio ambiente, urbanismo y construcción, etc.).

En definitiva, y como habrá podido apreciarse, el eje directriz de la normativa turística trata de conseguir dos finalidades distintas que -como se ha señalado con acierto- resultan a veces antagónicas: la protección del turista y la protección de la empresa turística.

Cabe observar, además, que la protección al turista se encuadra, si la contemplamos desde otra perspectiva, dentro del marco más general de la protección al consumidor y al usuario. Al fin y al cabo, el turista es un consumidor y un usuario, sin otra cualificación, desde este punto de vista, que la demanda de unos servicios específicos, aquellos que se ha dado en lla­mar «turísticos». Pero este hecho, obvio por otra parte, comporta la necesidad de tener en cuenta esta óptica peculiar -la relativa a la protección del consumidor- que, rectamente plan­teada y desarrollada, aparejaría como resultado, bien beneficioso para el turista, el engarce de dos tipos de normas con idéntica finalidad protectora: las que integran el llamado Derecho del consumo y las específicamente destinadas a proteger al turista.

Las afirmaciones anteriores presuponen, desde luego, la consideración del turista como consumidor o usuario en su sentido técnico, es decir, en aquel que desencade­na el proceso de protección. La amplitud con que el art. 1 de la Ley general para la defensa de los consumidores y usuarios (LCU) de 19 de julio de 1984 configura el concepto de consumidor para el Derecho español permite albergar al turista con toda comodidad en el mismo. Pocas dudas caben, efectivamente, acerca de que el turista sea destinatario final de determinados bienes y servicios y de que normalmente no incorpore estos mismos bienes y servicios a un proceso productivo, de transformación o de comercialización, notas éstas que positiva y negativamente delimitan la noción de consumidor en el referido art. 1 LCU.

Es más, si bien se mira, el turista resulta ser un consumidor particularmente frágil por la siguientes dos razones: una, que, por principio, el turista es un desplazado, está fuera del entorno que conoce y domina (su barrio, su ciudad, su país); otra, que muy frecuentemente el turismo conlleva ínsito un elemento de extranjería y aun de exotismo, lo que añade trabas nue­vas a las inherentes a la condición de desplazado del turista: documentación especial, barreras ¡diomáticas, mayor riesgo de enfermar, acaso un nivel mayor de inseguridad ciudadana, etc.

Lo anterior no significa propiamente que el turista constituya un subconsumidor, es decir, aquel que se encuentra en una particular situación de inferioridad, indefensión o subordi­nación (niños, gestantes, ancianos, etc.); pero sí es cierto que las dos notas referidas añaden un plus de inseguridad al riesgo que de suyo comportan los actos de consumo y añaden también una mayor dificultad a la reclamación que pueda hacer como consecuencia de una prestación defectuosa. Todavía puede añadirse un corolario inherente a la condición de des­plazado del turista: en la inmensa mayoría de las ocasiones, la brevedad del desplazamien­to imposibilita o dificulta extraordinariamente tanto la reclamación del turista frente a la prestación defectuosamente realizada o frente a su ausencia (incumplimiento total), como la exigencia de un cumplimiento específico. Todos estas cuestiones necesariamente han de ser resueltas al regreso del viaje. Por tanto, las reclamaciones tienen normalmente que for­mularse no ante los obligados a realizar la prestación, sino ante los mediadores con los que se contrató, responsables en última instancia de la cadena de prestaciones subcontratada por ellos; lógicamente también, tales reclamaciones no consisten en la exigencia del cum­plimiento específico o in natura -ya imposible y por completo Insatisfactorio para el acree­dor, es decir, para el turista-, sino que deben transformarse por fuerza en peticiones de indemnización por los daños y perjuicios sufridos, sean éstos materiales o morales.

Todo lo anterior conduce a concluir que, si bien el turista puede perfectamente benefi­ciarse de la protección prevista por el ordenamiento para todo consumidor, es altamente conveniente, por no decir que imprescindible, el establecimiento de medidas específicas de protección, que ponderen las dos notas que cualifican y agravan su condición respec­to al resto de los consumidores.

Como se expondrá a continuación, el Derecho español ha comenzado a moverse en los dos sentidos enunciados, ciertamente que con lentitud ya remolque de los imperativos del Derecho comunitario. Ello no obstante, a la fecha, existe ya, no sólo un cuerpo normativo de cierta enjundia, sino también y lo que es más importante, un incipiente catálogo de decisiones jurisprudenciales que acreditan el arraigo progresivo de una positiva sensibili­dad judicial respecto a la problemática específica del turista.

  1. El marco positivo de la protección.

El diseño del marco normativo que define el ámbito jurídico privado de protección del turista es tarea más compleja de lo que pueda parecer a primera vista. En efecto; en la arti-

culación del mismo confluyen, como enseguida se verá, una nutrida pluralidad de normas de origen y objetivos bien distintos. Esto es consecuencia del propio polimorfismo con que aparece la actividad sometida a regulación. Pero también es consecuencia de una previ­sión específica de la LCU, fruto, a su vez, de la pretensión legal de cubrir todos los supues­tos y no dejar ningún vacío o resquicio huérfano de regulación. Esta previsión legal está contenida en el art. 7 de la LCU, que ordena que la protección de los intereses de consu­midores y usuarios se lleve a cabo según los términos de la LCU, «aplicándose además lo previsto en las normas civiles y mercantiles y en las que regulan el comercio exterior e inte­rior y el régimen de autorización de cada producto o servicio».

Como puede apreciarse, la LCU realiza una remisión de tal generalidad que hace preci­so realizar un recorrido por múltiples y variadas zonas del Derecho privado sólo con la fina­lidad de reunir el material normativo que confluye sobre la materia.

El repaso de la problemática a la que el turista puede encontrarse abocado, que ya ha sido descrito en el epígrafe anterior, acredita sobradamente tanto la multiplicidad de face­tas de la actividad turística como la concurrencia de normas a que acabo de hacer refe­rencia. Por lo que respecta a esto último, hay que realizar ya de entrada un par de pun- tuallzaciones: en primer lugar, que varias de estas normas participan de una naturaleza mixta, no unívoca, pues presentan aspectos jurídico públicos y jurídico privados y aun den­tro de esta última rama, civiles y, en ocasiones, mercantiles; en segundo lugar, que son muchos los casos en que sobre un mismo caso o supuesto de hecho se amalgaman diver­sas de estas normas, cuyos respectivos ámbitos de aplicación se solapan. En este último caso, puede ocurrir, además, que la regulación sea la misma, lo que en definitiva sólo supone una reduplicación normativa que nada más afecta a la elegantía iuris; pero hay ocasiones en que las normas regulan el mismo caso de manera diferente y aun opuesta, lo que plantea un problema añadido de armonización normativa.

Existe, desde luego, un marco genérico, básico, que recoge el régimen general y suple­torio sobre la materia. Éste está constituido en primer lugar por el Código Civil. Pese a ser más que centenario, el CC recoge todavía algunos criterios básicos, acogido después por normas más recientes, pero todavía con validez, en la medida en que en muchas ocasio­nes recogen o encarnan principios generales del Derecho. Estas normas aparecen princi­pal aunque no exclusivamente en la sede correspondiente a la regulación de las obliga­ciones y contratos. Tal ocurre con normas que establecen criterios sobre integración con­tractual (arts. 1258 ó 1287), sobre interpretación (así, la regla contra proferentem del art. 1288) o sobre ejecución (muy numerosas: baste mencionar las referidas al ajuste entre pro­yecto obligacional y cumplimiento, como los arts. 1 157, 1167, 1169, o las reguladoras con carácter genérico de las consecuencias del incumplimiento o del cumplimiento inexacto, como el 1101). Pero este mismo ámbito ha sido también en parte previsto por la propia LCU, norma que también forma parte, sin duda, de este marco jurídico básico o genéri­co. La LCU contiene asimismo disposiciones sobre integración del contrato (art. 8), inter­pretación del mismo (art. 10), exactitud del cumplimiento respecto a lo proyectado (art. 11) o reglas de responsabilidad tanto contractual como extracontractual (arts. 25 y siguientes). Hay que mencionar de modo especial el reconocimiento que la LCU realiza expresamente de un derecho fundamental del consumidor que viene a responder a una de las carencias esenciales que acaban de denunciarse en el epígrafe anterior de este mismo capítulo. Me refiero al derecho a la información, que el propio art. 2 de la ley cali­fica de básico y extiende, en su apartado c), a «los diferentes productos y servicios (…) para facilitar el conocimiento sobre su adecuado uso, consumo y disfrute».

Ambas normas -el CC y la LCU- constituyen, desde luego, la pieza de cierre del siste­ma. Pero existe, como ya se ha dicho, otra pluralidad de normas especiales y también sec­toriales que deben tenerse en cuenta. Especiales son, por ejemplo, las normas contenidas en la Ley 21/1995, de 6 de julio, reguladora de los viajes combinado (LVC). Posiblemente esta norma constituye el mejor exponente de ley cuya finalidad sea exclusivamente la pro­tección del turista. Pero no de todo turista, sino tan sólo de aquel que realiza un viaje com­binado, el conocido vulgarmente como «paquete turístico», consistente en la combinación de al menos dos de los tres elementos que aparecen mencionados en su art. 1.

En este mismo nivel de normas especiales hay que mencionar la Ley 7/1998, de 13 de abril, sobre condiciones generales de la contratación (LCG). Contra lo que pudiera pare­cer, el ámbito de aplicación de esta ley no se ciñe sólo al de la protección del consumidor. Su objetivo es más amplio, pues pretende la regulación integral de cualquier clase de con­dición general, incluso cuando no intervenga un consumidor en el contrato. Pero, indu­dablemente, lo dicho no excluye reconocer la importancia que presenta también en este específico sector de la protección a los consumidores. De hecho, la LCG modificó el art. 10 de la LCU e introdujo en ésta un anexo conteniendo un catálogo, muy completo, pero sin pretensiones de exhaustividad, de cláusulas o estipulaciones consideradas abusivas.

En el plano sectorial el catálogo de normas incidentes sobre esta temática se vuelve más complejo, confuso y prolijo. Esto no es de extrañar. Basta pensar en la diversidad de los servicios afectados -transporte por tierra, mar y aire, alojamiento de cualquier clase-, en su importancia económica y hasta estratégica o en el reparto competencial existente entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Estas diferencias motivan que en este punto exis­tan normas de origen diverso -estatal y autonómico- y de carácter diverso -civil, en oca­siones mercantil y bastantes veces, administrativo-.

En tesis general, cabe afirmar que la normativa sobre el transporte en todas sus moda­lidades presenta un marcado carácter estatal, mientras que la relativa a los alojamientos lo tiene autonómico. Lo veremos acto seguido.

La regulación del transporte tampoco es unívoca en el ordenamiento español, pues res­ponde a la totalidad de sus manifestaciones: de personas y de cosas o mercaderías; terres­tre, marítimo y aéreo, y aun distinguiendo, en el caso del terrestre, los supuestos de que sea por carretera o por ferrocarril.

De nuevo la regulación básica sobre este tema se encuentra en el CC, concretamente en los arts. 1601 a 1603. Pero la regulación es pobre y fragmentaria. Pobre, porque no prevé -no podía hacerlo, claro- el transporte aéreo; fragmentaria, porque dista mucho de ser completa. Son apenas tres preceptos que Imponen determinadas reglas de responsa­bilidad; pero, sobre todo, constituyen normas de remisión, a los arts. 349 a 379 y 652 a 718 del Código del Comercio, desde el 1601, párr. 2, del CC, y a «las leyes y los regla­mentos especiales», desde el art. 1603.

Estas leyes y reglamentos especiales son de carácter marcadamente sectorial, terrestre, marítimo y aéreo. Las normas reguladoras de cada una de estas manifestaciones partici­pan, a su vez, de la naturaleza híbrida típica de la ordenación sectorial. Es cierto que hoy en día ya no se discute la unidad esencial del Derecho y el carácter instrumental de las divi­siones y compartimentos que se han creado en éste; desde luego, tales compartimentos no son en absoluto estancos. La normativa que regula el sector del transporte constituye un buen ejemplo: unas zonas presentan aspectos jurídico públicos; otras, jurídico privados, y aun dentro de éstos hay normas de carácter inequívocamente civil, mientras que en otros casos sobresale su naturaleza mercantil.

La regulación del otro gran sector de servicios turísticos, el alojamiento, constituye una intrincada maraña normativa, difícil de desentrañar. En este punto, además, el fallo de la norma básica es, si cabe, más llamativo que respecto al transporte. En efecto, el CC, que debía haber sido la sede natural del contrato de alojamiento u hospedaje, omite por com­pleto su regulación. Tan sólo se refiere a él en una sede distinta, la dedicada a regular el depósito, para calificar de depósito necesario «el de los efectos Introducidos por los viaje­ros en las fondas y mesones» e imponer unas obsoletas reglas de responsabilidad (arts. 1783 y 1784 del CC). En esta materia, pues, ni siquiera cabe hablar de regulación Incom­pleta o fragmentarla, sino sencillamente de Inexistente. El boom turístico propició la eclo­sión de una prolija normativa de carácter administrativo que, en ocasiones, abordaba tam­bién aspectos sustantivos del régimen contractual, cuyo valor en el orden civil ha venido dependiendo del rango, legal o reglamentarlo, de la norma en que tal regulación venía contenida y expresada.

Por esta razón, ha sido de nuevo el principio de autonomía privada la piedra angular del sistema. El alojamiento u hospedaje es, en efecto, un contrato nominado, pero atípico, cuyo régimen se funda básicamente en la libertad de pactos reconocida por el art. 1255 del CC y en los límites que el mismo establece, señaladamente las reglas sobre responsa­bilidad y, sobre todo, su renuncia (arts. 1101 y siguientes del CC).

La complejidad de la regulación administrativa actual deriva fundamentalmente del impacto producido por la explosión turística, que obligó a dar respuesta urgente a los pro­blemas que surgían. Pieza nuclear del sistema es todavía el llamado Estatuto de empresas y actividades turísticas aprobado por Decreto de 14 de enero de 1965, aun parcialmente vigente. Su art. 1 incluyó entre las empresas turísticas privadas las de hostelería y las de alojamientos de carácter no hotelero y definió las actividades turísticas como «las que de manera directa o Indirecta se relacionen o puedan Influir sobre el turismo, siempre que lle­ven consigo la prestación de servicios a un turista». La amplitud de la definición arraigó y se mantiene hoy en día como punto de referencia de la pléyade de normas reguladoras del sector.

Ya durante el anterior sistema político las disposiciones administrativas sobre el turismo aumentaron exponencialmente. Pero ha sido la configuración autonómica del Estado el factor decisivo para que éstas alcanzasen niveles de auténtica saturación. En efecto; la totalidad de las Comunidades Autónomas tienen atribuidas con carácter exclusivo y han asumido ya las competencias sobre turismo. También están ejercitándolas con singular entusiasmo, de suerte que a la fecha existen más de una docena de leyes de ordenación general del turismo y varias más de disposiciones reglamentarias de contenido más con­creto, sobre alojamientos hoteleros, extrahoteleros, ciudades de vacaciones, turismo rural y agroturismo, agencias de viajes, etc. Todo ello adobado con sistemas asimismo propios de Inspección, infracciones y sanciones.

Conviene también tener presente, de todas formas, que la abundante normativa que se ha producido sobre la materia participa mayorltarlamente de naturaleza jurídico adminis­trativa. Las manifestaciones usuales han consistido en Leyes generales de ordenación de la actividad turística; a veces, en normas sobre materias concretas (agencias de viajes, aloja­mientos turísticos, derechos de aprovechamiento por turnos). En ocasiones hay normas que presentan facetas civiles, rechazables cuando la Comunidad productora de la norma carece de Derecho civil propio y al menos cuestionables cuando sí lo tiene. Sin embargo, lo habitual es que la regulación autonómica aborde los perfiles administrativos de las ins­tituciones sin entrar en los aspectos sustantivos, antes bien, con remisiones expresas en estos casos a la normativa estatal.

  1. Criterios de armonización normativa.

Naturalmente, la concurrencia de esta pluralidad de normas hace precisa su armoniza­ción. No se trata de establecer aquí una jerarquización monolítica de todas las normas concurrentes. Ello no es ni posible ni útil. No es posible porque no es fácil ordenar normas del mismo rango que provienen de órganos legislativos diferentes; no es útil, porque tales normas pueden variar de muy distintas maneras: su contenido puede ser modificado, pue­den ser sustituidas por otras o, sencillamente derogadas y puede asimismo alterarse su rango normativo. Lo que ahora se pretende es el establecimiento de los criterios básicos que determinen el juego y el ámbito de aplicación propio de cada norma.

Una primera respuesta elemental a esta cuestión consiste en defender la aplicación con­junta de todas las normas que concurran sobre el supuesto. Hay argumentos a favor. El primero, y muy gráfico, es el tenor literal del art. 7 de la LCU. Recuérdese que es el siguien­te: «Los legítimos intereses económicos y sociales de los consumidores y usuarios deberán ser respetados en los términos establecidos en esta Ley, aplicándose además lo previsto en las normas civiles y mercantiles y en las que regulan el comercio exterior e interior y el régi­men de autorización de cada producto o servicio». La expresión «además» revela una expresa ratio legis de acumulación normativa. En efecto; el precepto entiende, acaso erró­neamente, que la aplicación acumulativa de dos o más normas sobre el mismo supuesto redunda en una mayor protección del consumidor. Esto no es así. En ocasiones, la multi­plicidad normativa implica sólo una reduplicación de la regulación que no añade nada. En caso contrario, es decir, cuando los mandatos normativos no son exactamente coinciden­tes en cuanto a ámbito de aplicación, hipótesis normativa y consecuencias jurídicas, hay que proceder a la depuración y análisis de cada una de las normas concurrentes para ave­riguar, al menos, cual es la más favorable para el consumidor y aplicarla. Esta última ope­ración no es sino consecuencia de la existencia del principio favor consommatoris.

Por otro lado, esta remisión a un complejo y heterogéneo bloque normativo, sin especificar el rango de las normas aplicables -es decir, su situación dentro de la jerar­quía de fuentes- plantea el problema añadido de determinar si tal remisión ha de entenderse realizada solamente a normas con rango de ley o a cualquier norma de tal rango o incluso de nivel reglamentario, es decir, inferior al de ley, con tal que regulen las materias que el art. 7 especifica: materias civiles, mercantiles, relativas al comercio exterior e interior y al régimen de autorizaciones de productos y servicios. Ciertamente, la producción normativa civil y mercantil se expresa de forma mayoritaria a través de disposiciones con rango de ley. Pero esto no ocurre así en el resto de las áreas men­cionadas por el art. 7 de la LCU; en ellas, las leyes coexisten con normas de jerarquía inferior. Además, tampoco cabe ignorar que, como se ha puesto de manifiesto, existe una abundante normativa administrativa que, sin ser encuadrable en el marco del art. 7 de la LCU, conforma una organización de la que emana un régimen protector del adquirente y del usuario de servicios turísticos.

Este hecho plantea, a su vez, dos problemas: el primero de ellos consiste en deter­minar el papel que desempeñan -si es que desempeñan alguno- las referidas disposi­ciones administrativas dentro del ámbito jurídico privado de protección del turista; el segundo problema consiste en tratar de desenredar la enmarañada madeja de dispo­siciones eventualmente concurrentes sobre el sector social objeto de este trabajo. Ambos problemas tienen hondura como para justificar su tratamiento separado. En este momento se procederá al estudio del segundo y el primero será tratado con mayor profundidad en el epígrafe siguiente.

La solución de la cuestión referente a la concurrencia de normas impone un retorno a las fuentes clásicas, es decir, a los criterios tradicionalmente establecidos para determinar, en caso de duda, qué norma debe aplicarse y por qué y qué norma debe permanecer ina­plicada y por qué. Todo ello, claro está, en relación a un supuesto previamente dado, pre­determinado.

Tradicionalmente, los problemas de concurrencia de normas han venido resolviéndose en el Derecho privado mediante la aplicación conjunta, pero clarificadora, de dos princi­pios: el de prioridad temporal (¡ex posterior derogat anterior) y el de especialidad (specia- lis derogat generale). En estos momentos, a los criterios señalados hay que añadir otro que ya ha quedado apuntado más arriba: el competencial, causado por la específica organiza­ción autonómica del Estado y la subsiguiente distribución de competencias entre éste y las Comunidades Autónomas. En cambio, no parece que el rango normativo plantee espe­ciales dificultades porque una norma de rango inferior no puede en absoluto derogar, ni siquiera desvirtuar, la eficacia de una norma anterior pero de superior jerarquía: o la desa­rrolla y complementa o deviene ineficaz en los puntos en que se aparte de la regulación de rango superior.

La secuencia cronológica ha constituido desde siempre uno de los criterios básicos para resolver los problemas de regulación concurrente de una misma materia por dos normas distintas, concediendo preferencia a la norma posterior sobre la anterior. El tema enlaza evidentemente con el de la derogación de las normas. No hay problema cuando la dero­gación es expresa. En este caso, la regulación antigua queda sustituida por la nueva. Las dificultades comienzan en el supuesto de la llamada derogación tácita. En estos casos, el art. 2.2 del CC dispone que la derogación alcanza a «todo aquello en que la Ley nueva, sobre la misma materia, sea incompatible con la anterior». Ciertamente, la fórmula de la derogación tácita, al igual que la derogatoria general tan frecuente hoy en día, resultan cómodas para el legislador, al que exoneran de detallar pormenorizadamente las disposi­ciones derogadas por la ley nueva. Pero esto sólo supone trasladar la dificultad al intér­prete, con la inseguridad que ello genera. La jurisprudencia se ha pronunciado hace poco sobre el tema, estableciendo que la incompatibilidad exige igualdad de materias, identi­dad de destinatarios y contradicción entre los fines de ambas leyes (STS de 31 de octubre de 1996).

El segundo criterio es el de especialidad. Pero uno y otro deben armonizarse y comple­mentarse. El aforismo spedalis derogat generale encierra en sí implícitamente un compo­nente temporal: presupone la posterioridad de la norma especial, puesto que el propio concepto de derogación lleva ínsita esta idea. El problema se plantea cuando, por el con­trario, es la norma general la posterior y, como tal norma general, abarca la regulación de la especial y además la de otras materias. En este punto, la regla de especialidad se man­tiene en toda su eficacia (PUIG BRUTAL!, PASQUAU LIAÑO), opinión recogida por la juris-

prudencia que ha declarado que «la ley general posterior no deroga la especial anterior» (por todas, la STS de 21 de enero de 1975). En última instancia, la función informadora del principio favor consommatoris puede contribuir decisivamente a clarificar problemas inclinando la interpretación o resolviendo las dudas en el sentido más favorable para el turista, es decir, para el consumidor.

Finalmente, como ya he dejado mencionado, no puede olvidarse el criterio competen­cia! emanado de la organización autonómica del Estado. Hay que partir del hecho notorio de que las competencias en materia de turismo han sido ya asumidas con carácter exclu­sivo por la totalidad de las Comunidades Autónomas. Esto plantea, naturalmente, la cues­tión del alcance de la competencia legislativa de cada Comunidad Autónoma sobre tal materia, problema espinoso porque enlaza, a su vez, con otros dos más espinosos aún: el de las materias reservadas al Estado y el del carácter -civil, administrativo, etc.- de las nor­mas reguladoras del turismo.

La cuestión incide así frontalmente en el ámbito de las relaciones competenciales entre las Comunidades Autónomas y el Estado, y todavía adquiere perfiles más áspe­ros en el caso de las Comunidades con Derecho civil propio. Es patente que el tema ha originado debates inacabables, agudizados por la cuestión ideológica subyacente, y continúa estando abierto, pese a los esfuerzos de una ya nutrida jurisprudencia cons­titucional. Por eso, tratar de abordarlo en profundidad es un intento posiblemente estéril: además desborda ampliamente los límites de este trabajo. Baste decir en este punto que las competencias autonómicas sobre turismo no han sido objeto ni siquiera de una atribución unívoca y homogénea. En ocasiones se han unido a las competen­cias sobre deporte, ocio y esparcimiento (art. 10.36 del Estatuto del País Vasco, por ejemplo): otras se han atribuido de forma independiente (art. 9.12 del Estatuto de Cataluña). A veces la atribución se limita a la palabra «turismo» (País Vasco, Cataluña, Asturias, Cantabria, Comunidad Valenciana, Canarias, Islas Baleares): otras se expresa como «promoción y ordenación del turismo» (Galicia, Andalucía, La Rioja, Aragón, Castilla-La Mancha, Navarra, Extremadura, Madrid, Castilla y León, Ceuta, Melilla): en ocasiones se adorna con la expresión «fomento» (Región de Murcia) y otras se restrin­ge el ejercicio de las competencias al territorio o al ámbito de la comunidad lo que ha planteado el problema añadido de la legitimidad del ejercicio de las competencias fuera del territorio correspondiente de la comunidad. Como se ve, la uniformidad brilla por su ausencia incluso en el enunciado de la competencia asumida.

  1. Régimen sectorial de protección.

Como ha quedado apuntado al comienzo de este estudio, el turista necesita de una pro­tección específica, que no excluya, sino que se superponga y aun reduplique la genérica que como consumidor ostenta. Esta es una necesidad, ni siquiera reciente, que constituye

objetivo explícito de actas, congresos y recomendaciones de organismos turísticos nacio­nales e internacionales.

A dicha necesidad trata de responder, desde luego, la Ley 21/1995, de 6 de julio, de regulación de los viajes combinados, por la que se ha realizado, con un retraso más que notable, la transposición al Derecho español de la Directiva del Consejo de la Unión Europea 90/314, de 13 de junio de 1990, relativa a viajes combinados, vacaciones combi­nadas y circuitos combinados.

La Ley incluye dentro de su ámbito de aplicación la manifestación turística abrumadora­mente más frecuente, como es aquella que se despliega mediante la contratación de un «paquete turístico» o, con más propiedad, de un viaje combinado, es decir, aquel en el que, según el art. 2, concurran al menos dos de los siguientes tres elementos: transporte, aloja­miento y servicios turísticos no accesorios que constituyan una parte significativa del viaje.

En coherencia con el anterior concepto legal, la Ley no regula cada uno de los elemen­tos mencionados cuando se presenta aisladamente. Ahora bien, esto no significa que no pueda existir «turismo» o «actividad turística» fuera o al margen de la modalidad combi­nada; por el contrario, es bien frecuente el desplazamiento del turista por sus propios medios o la contratación directa e independiente del medio de transporte y del aloja­miento. En cualquier caso, el turismo fuera del sistema combinado, por muy minoritario o excepcional que sea, no puede significar que esta clase de turistas quede desprotegida. De ahí que sea conveniente explorar sectores normativos preexistentes a la Ley 21/1995 que regulaban y siguen regulando actividades aisladas que justamente por serlo han quedado excluidas del ámbito de aplicación de la referida Ley, como son el transporte -marítimo, aéreo, terrestre por carretera o ferrocarril- o los alojamientos -hoteleros, extrahoteleros, rurales, de acampada, etc.-.

Por otro lado, conviene tener en cuenta la distinta actitud o mentalidad con que se arti­cula jurídicamente la protección de los turistas en función de que el Estado que legisla sea emisor o receptor de turistas. En el primer caso, el centro de atención de la normativa pivo- ta usualmente sobre la contratación del viaje o paquete, su cumplimiento y el régimen de responsabilidades para compensar o paliar en el punto de origen daños sufridos en el de destino; para comprender lo dicho, basta mirar el contenido global de la Ley 21/1995. En el segundo caso, la norma pretende crear y favorecer el mejor ambiente posible para el turista que está allí, incidiendo sobre todo en el nivel de prestación de los servicios locales y creando sistemas u órganos que atemperen las consecuencias del desplazamiento y faci­liten las reclamaciones; piénsese en la obligación de informar en varios idiomas además del local, en las oficinas de información turística, o en la figura incipiente (al menos en hipó­tesis) del defensor del turista.

Respecto a lo que acaba de exponerse, España es un país doblemente significativo. En la actualidad une ya a su tradicional condición de estado abrumadoramente receptor de turistas un incremento progresivo e imparable de su cualidad de emisor. La doble preocu­pación antes aludida tiene, pues, en España un reflejo integral.

Conviene advertir, sin embargo, que la normativa anterior a la LCU y a la Ley 21/1995 no constituye un cuerpo coherente. Se trata de un conjunto heterogéneo de disposiciones sectoriales, de marcado tinte administrativo puesto que su finalidad radica más en la orde­nación genérica de una concreta actividad empresarial -la turística, concebida en su más amplio sentido- que en la protección de los usuarios o consumidores de la misma; por ello, constituyen principales fuentes de preocupación de esta normativa la regulación porme­norizada desde la perspectiva administrativa de sus manifestaciones típicas: transporte, alojamiento e intermediación. Pueden, no obstante, advertirse leves signos de inquietud por la suerte de estos usuarios, que se plasman en detalles normativos hoy superados, pero vanguardistas para su época.

El recorrido por esta auténtica maraña de normas ha de ser forzosamente breve y frag­mentario, aunque de la misma pueden resaltarse los siguientes puntos.

Del transporte ferroviario se ha ocupado de modo particular el Reglamento de policía de ferrocarriles de 8 de septiembre de 1878, con diversas modificaciones hasta épocas bien recientes. No es, como puede suponerse, una pieza avanzada en la protección del viajero, pero sus arts. 97 a 104 resultan expresivos de esta finalidad, especialmente el último de los citados, que impone la existencia en cada estación de un registro de reclamaciones visado mensualmente, para que los viajeros puedan consignar sus reclamaciones no sólo contra la empresa, sino también contra sus agentes y empleados.

El transporte por carretera está hoy regulado por la Ley 16/1987, de 30 de julio, de ordenación de los transportes terrestres, cuyo capítulo IX está dedicado a los usuarios del transporte dándoles entrada, por tal concepto, en la elaboración de las disposicio­nes que afecten al mismo. Con mayor contundencia se expresa su Reglamento, apro­bado por Real Decreto 121 1/1990, de 28 de septiembre, estableciendo el catálogo de obligaciones del transportista, sancionando su incumplimiento -bien que en vía admi­nistrativa-, fijando topes a las limitaciones contractuales de responsabilidad, estable­ciendo la publicidad de las tarifas, horarios y recorridos y obligando a los transportis­tas a la llevanza de un Libro de reclamaciones cuyo régimen se desarrolla en la Orden de 25 de octubre de 1990.

El transporte marítimo está regulado por el Real Decreto de 28 de marzo de 1984 que supone un relativo avance en el estatuto del viajero sobre el sistema anterior, al imponer la publicidad de itinerarios, frecuencias, tarifas y condiciones generales del contrato de transporte.

Finalmente, el transporte aéreo, regulado en un principio por la Ley 48/1960, de 21 de julio, de navegación aérea, actualizada por el Real Decreto 2333/1983, de 4 de agosto en la que se regula el contrato de transporte, las condiciones de emisión de los billetes y los

contenidos mínimos que habrán de constar en ellos (art. 92), así como un régimen espe­cífico de responsabilidad objetiva (arts. 115 y ss.).

Hay un cuerpo normativo que regula las llamadas compensaciones por denegación de embarque. Conviene advertir, sin embargo, que éstas no constituyen medidas protecto­ras de los Intereses del usuario, sino pura y simplemente la legitimación de un incum­plimiento contractual unilateralmente decidido por el transportista y la fijación objetiva del quantum indemnizatorio. La primera norma dictada en España sobre esta materia fue el RD 1961/1980, de 13 de junio, desarrollado por Orden de 12 de marzo de 1984. Sin embargo, actualmente la regulación de este tema está en plena ebullición. Para empezar, el Reglamento comunitario 295/91, de 4 de febrero, aumentó notablemente el importe de las indemnizaciones aunque no modificó los distintos conceptos y parti­das indemnizables. Todo ello, además, está en trance de revisión como consecuencia de la propuesta de Reglamento del Parlamento europeo y del Consejo por el que se esta­blecen normas comunes sobre compensación y asistencia a los pasajeros aéreos en caso de denegación de embarque y anulación o gran retraso de los vuelos, presentada el 21 de diciembre de 2001.

Con la excepción mencionada del transporte aéreo, el régimen de responsabilidad de los transportistas es muy defectuoso y en absoluto favorable al viajero, puesto que en tesis general reposa en el criterio culpabilístico que establece el art. 1101 del Código civil para todo incumplimiento contractual o, en su caso, en el régimen general de responsabilidad aqulliana para los supuestos en que proceda (arts. 1902 y siguientes del Código civil). Precisamente en materia de transporte aéreo se han generado algunas resoluciones judi­ciales progresistas que han comenzado a establecer criterios bien favorables para los usua­rios: así, se han considerado Indemnizables los retrasos desmesurados e Injustificados (STS de 31 de mayo de 2000, incluso por daño moral), la cancelación del vuelo no plenamen­te justificada (SA Asturias de 21 de enero de 2002), el Incumplimiento del subcontratista imputándolo al contratista, en el caso AVIACO operando con código de IBERIA (SA Alicante de 25 de enero de 2002) o la pérdida de equipaje, productora de daño moral cuando se produce en viaje de novios (SA Baleares de 11 de octubre de 2000).

La regulación de los alojamientos turísticos ofrece también un acusado cariz adminis­trativo, consecuencia acaso de la Inexistencia de una regulación civil digna de tal nombre; tan sólo dos preceptos se refieren al llamado contrato de hospedaje, los arts. 1783 y 1784 del Código civil, y aun éstos se encuentran localizados en sede del contrato de depósito, para calificar de «depósito necesario» el de «los efectos Introducidos por los viajeros en las fondas y mesones». Como puede apreciarse, hasta la propia terminología empleada por el Código civil destila un aroma de «época» difícilmente conciliable con las Instalacio­nes y actividad de una moderna empresa de hostelería. Por ello, el núcleo jurídico civil de este contrato ha debido construirse acudiendo a los criterios contractuales generales:

actuación diligente del hotelero, protección y custodia de la persona y bienes del cliente, exacta prestación de los servidos contratados y responsabilidad ex art. 1101 y concordan­tes en caso de incumplimiento.

La organización administrativa de los alojamientos descansa todavía sobre la norma general constituida por el Decreto 231/1965, de 14 de enero, por el que se aprueba el estatuto de las empresas y de las actividades turísticas privadas, concepto definido con gran amplitud por el art. 1.2, en el que se incluyen no sólo las actividades tradicionalmente consideradas turísticas (alojamientos hoteleros o extrahoteleros, restaurantes, agencias de viajes, etc.), sino también las que presten servicios directamente relacionados con el turis­mo. En desarrollo de esta norma se produce la maraña de disposiciones administrativas, de origen estatal y autonómico, ya aludida. Sería prolijo detenerse a comentar la norma­tiva expuesta. Baste resaltar que en toda ella late implícitamente la protección del turista; de ahí la imposición a las empresas de una serle de concretos deberes de información, publicidad, exposición de tarifas, correcta prestación de servicios y articulación de un sis­tema de reclamaciones y quejas a efectos de la depuración de responsabilidades de tipo administrativo. El sistema, que -conviene recordarlo- tiene su origen en tiempos relativa­mente lejanos, denota la preferente condición de receptor de turistas que España osten­taba en aquel entonces. De ahí que, como ya se ha dejado apuntado más arriba, la nor­mativa pretendiese la generación y el mantenimiento de la calidad de los servicios no tanto desde la perspectiva de las relaciones Ínter partes, cuanto desde la óptica imperativa de un sistema fundamentalmente disciplinario.

  1. Régimen genérico de protección.

Como consumidor que indudablemente es, el turista goza de la protección establecida con carácter general, es decir, de aquella que hace abstracción de su peculiar condición de turista.

Tal protección genérica encuentra, desde luego, su sede principal en la LCU, aunque no se agota en ella. Recordemos, en efecto, que al menos dos preceptos de la LCU proyec­tan la influencia de ésta a lo largo y a lo ancho de la totalidad del ordenamiento. Se trata de los arts. 2 y 7.

El primero de ellos establece el elenco de derechos básicos de los consumidores y usua­rios que resumidamente son los que siguen: la protección de su salud, la de sus legítimos intereses económicos y sociales, la Indemnización de los daños y perjuicios sufridos, la Infor­mación acerca de los diferentes productos o servicios, la audiencia en consulta y la protec­ción especial en las situaciones de inferioridad, indefensión o subordinación. El segundo, como ya ha quedado expuesto, realiza una remisión tan amplia que viene a establecer de facto una duplicidad normativa, una doble regulación, que responde a la ratio legis: el tér­mino «además» es bien expresivo de ello y no puede tener otro significado.

Por tanto, el turista, como cualquier otra persona, se encuentra protegido por todas aquellas normas del ordenamiento jurídico, incluso anteriores a la LCU, que pueden inte­grarse en el amplio marco del llamado Derecho del consumo, es decir, en aquel conjunto de normas cuya finalidad es la protección del contratante débil. En este sentido, hay nor­mas civiles que Interpretadas y aplicadas con criterios progresivos por la jurisprudencia han constituidos jalones pioneros en el camino de la equiparación de las situaciones de desigualdad: así ha ocurrido respecto a los arts. 1256, 1258, 1262, 1265, 1288 ó 1902 del CC, por citar los ejemplos más significativos. En los supuestos contemplados por estos preceptos la LCU no ha ¡do mucho más allá; antes bien, se ha limitado, a fijar y a clarifi­car -en ocasiones, a depurar- las soluciones jurisprudenciales más avanzadas.

Esto es lo que ha ocurrido con temas tan importantes como los relativos al valor nego- cial de la oferta y publicidad de bienes y servicios, a las condiciones generales de los con­tratos o la responsabilidad por los daños causados, temas regulados respectivamente por los arts. 8, 10 y 25 y siguientes de la LCU.

Respecto al primer punto, la aplicación del art. 8.1 de la LCU a la actividad turística comporta la exlglbllidad por el usuario del contenido publicitario, puesto que éste ha pasado, por imperativo legal, a formar parte Integrante de la oferta contractual. Ello ocu­rre aunque tal contenido publicitario no se haya incluido en el contrato celebrado y sus­crito por las partes. Se ha resuelto así la cuestión de los folletos publicitarios. Además, también hay que tener en cuenta que la protección al usuario no queda ahí. Como Indi­ca el art. 8.2 de la LCU, si el contrato celebrado contiene cláusulas más beneficiosas que las incluidas en el mensaje publicitario, prevalecerán aquéllas sobre éstas. De esta suer­te, en el contrato se incluirá siempre el contenido más beneficioso para el usuario. Para averiguar cuál sea éste, no basta a mi juicio con proceder a un conglobamento o pon­deración general y en conjunto, sino a un contraste pormenorizado, cláusula por cláu­sula, tanto si son condiciones generales del contrato como si son particulares, puesto que la LCU no excluye ninguna.

El contenido contractual resultante de la operación antedicha es o debe ser unitario, coherente, no contradictorio y determina el ámbito de la exlgibilldad. En dicho contenido pueden coexistir, junto a prestaciones estrictamente turísticas, otras que no lo sean por­que descansen en una noción más amplia y vulgar de turismo, directamente conectada a la cultura del ocio (vg. excursiones de un día, pensión alimenticia, alquiler de vehículos, vales de acceso a determinados establecimientos, etc.). El problema esté en la actualidad específicamente contemplado por la LVC, pero ha dado lugar a conflictos resueltos por resoluciones de las Audiencias Provinciales, entre las que merecen citarse las siguientes:

– Álava, de 2 de marzo de 1993: la actora solicitó una indemnización por haber sido alojada en un hotel de inferior categoría al contratado sobre folleto, preten­sión acogida parcialmente por la Sala en base al art. 8.1 de la LCU.

  • Badajoz, de 6 de septiembre de 1995: en el folleto publicitario de un viaje a China figuraban una serie de condiciones que, según quedó acreditado en el proceso, no fueron debidamente cumplidas. Tres de los viajeros reclamaron a la agencia de via­jes una cantidad por daños morales. Tanto el Juzgado de primera instancia como la Audiencia Provincial estimaron la demanda en base al citado art. 8.1.
  • Sevilla, de 11 de marzo de 1996: apreció la existencia de daño moral porque el demandante, en lugar de ser alojado en un hotel tranquilo y cercano a un centro de ocio con discoteca y supermercado, fue instalado en un hotel de escasa categoría y cerca de una ruidosa autopista que debía cruzar con grave riesgo para llegar al super­mercado y discoteca, distantes casi un kilómetro de andar a campo a través.

En materia de condiciones generales, la actividad turística constituye un campo espe­cialmente abonado. La práctica totalidad de los contratos turísticos con usuarios son con­tratos de adhesión, con condiciones generales: billetes de transporte, contratos de aloja­miento o de intermediación turística (agencia, paquetes turísticos), etc.

El control de las mismas se encuentra ahora encomendado a dos instrumentos legales: la Ley 7/1998, de 13 de abril, reguladora de las condiciones generales y la LCU, modifica­da por aquélla en este punto. El sistema resultante, enriquecido por una larga lista de cláu­sulas consideradas como abusivas, que integran la disposición adicional 1a de la LCU ha comenzado a dar sus frutos también en materia de contratación turística. En este orden, las Audiencias Provinciales llevan ya algún tiempo corrigiendo este tipo de desequilibrios, aventajando incluso al Tribunal Supremo en capacidad de reacción. Así se ha considerado nula la cláusula por la que el transportista aéreo no garantiza ni los horarios ni los enlaces por entender que el cumplimiento del contrato queda sometido a voluntad del profesio­nal (SA Asturias de 28 de noviembre de 2001 y 21 de enero de 2002); así también ha entendido que los retrasos graves equivalen a incumplimiento resolutorio, inaplicando la cláusula de limitación de la resolución invocada por la demandada (SA de Barcelona de 25 de julio de 1994 y Sevilla de 11 marzo de 1996). Asimismo se ha considerado abusiva la prórroga de fuero establecida a favor de los tribunales de Madrid en los billetes de IBERIA, por ser prepotente y disuasoria del ejercicio de acciones, con una fuerte reprimenda para la compañía demandada (SA Madrid de 7 de junio de 1994, con el mérito de ser anterior a la reforma de la LCU).

En tesis general, las empresas han tratado de escudarse en las cláusulas de limitación o exención de responsabilidad incluidas en los correspondientes contratos. Hay que recono­cer que con poco éxito.

Así, la SA Álava de 3 de marzo de 1993 consideró que el servicio se había prestado de forma deficiente respecto a la calidad ofertada por la publicidad, pero no consideró tales defectos constitutivos de un incumplimiento total -como pretendía la actora- y, por tanto, determinó una minoración del 40 por 100 del precio del viaje, en base a los arts. 1101 y

1103 del CC. En esta misma línea la SA Segovia de 13 de diciembre de 1993 consideró asimismo cumplimiento defectuoso el cambio de motonave y de hotel en un viaje a Egipto a pesar de que no se había cumplido la exigencia de constituir un grupo de diez personas como mínimo, minorando también el precio del viaje en base al art. 1101 del CC. También la SA Pontevedra de 16 de diciembre de 1993 consideró defecto en el cumplimiento la omisión del servicio de conducción de los viajeros con guía desde el aeropuerto de Schipol a Amsterdam y regreso y fundó la indemnización de nuevo en el art. 1101 del CC. La SA Badajoz de 6 de septiembre de 1996 consideró que las condiciones ofertadas en el folle­to publicitario y que ya conocemos -el guía de habla hispana- no fueron debidamente cumplidas. El mismo criterio e idéntico resultado aparece en la SA La Coruña de 21 de enero de 1998, pero sin ningún tipo de fundamentación jurídica, respecto a un vuelo que no fue directo y a un hotel que no contaba con los servicios ofrecidos, deficiencias califi­cadas por la sentencia como de gran entidad, que, sin embargo, no produjeron un efecto resolutorio, sino simplemente la minoración de parte del importe del viaje.

Otras sentencias han calificado incluso la prestación de aliud pro alio cuando las defi­ciencias de la prestación realizada eran tan graves que equivalían a incumplimiento total (SA Sevilla de 11 de marzo de 1996). Especial interés merece en este sentido la SA Soria de 26 de enero de 1999: durante la espera generada en Barajas por un retraso de quince horas en el vuelo, el actor sufrió una caída que le impidió realizar el viaje contratado. La sentencia consideró responsable a la transportista porque fue la demora del vuelo la que «condujo a una situación irreversible e irremediable para el cumplimiento del viaje».

En todos estos casos, además, los tribunales han impuesto las pertinentes indemniza­ciones de daños y perjuicios. En este punto, CC y LCU parecen seguir criterios diferentes: culpabilístico aquel -aunque bien corregido por la jurisprudencia- y de matices más objeti­vos ésta -vid. sus arts. 25 y siguientes-. Se ha planteado también la cuestión de la indem- nizabilidad de los daños morales. Respecto a estos últimos, ni el CC ni la LCU se refieren expresamente a ellos, omisión justificable en el CC y menos comprensible en el caso de la LCU. Sin embargo, ello nunca ha constituido obstáculo para que la jurisprudencia desde bien antiguo haya admitido la indemnizabilidad del daño moral (ya desde la célebre STS de 6 de diciembre de 1912).

Probablemente una mayor toma de conciencia de los usuarios sobre sus derechos ha propiciado no sólo un aumento de las reclamaciones en materia turística, sino también una ampliación de los conceptos y partidas que se redaman.

La respuesta de los tribunales ha sido normalmente convincente. Así, la SA Madrid de 26 de enero de 1999 no consideró imprevisible, a los efectos del art. 1105 del CC, un atentado terrorista acaecido en Egipto en época en que grupos fundamentalistas se dedi­caban a esta actividad contra los turistas e impuso la responsabilidad indemnizatoria al intermediario mayorista. Así también, la SA Madrid de 8 de abril de 1999 condenó a la

mayorista a indemnizar los daños producidos al usuario por un robo en el apartamento alquilado porque éste presentaba deficiencias de mantenimiento que facilitaron el robo. Y la de la SA Navarra de 23 de julio de 1999 que imputó al mayorista la responsabilidad de las lesiones sufridas por un turista durante una excursión facultativa.

La naturaleza de los daños indemnizables también ha experimentado una evolución aperturísta, desde las primeras sentencias, como las de las Audiencias de Álava de 2 de marzo de 1993 y Segovia de 13 de diciembre del mismo año, que otorgaron indemnización tan sólo por los daños materiales, hasta la más reciente jurisprudencia comprensiva asimismo de los daños morales (pero todavía la SA Vizcaya de 28 de julio de 2000 reduce, en un caso de overbooking, la indemnización sólo a los daños mate­riales).

Indudablemente, la más representativa en cuanto a su razonamiento es la STS de 31 de mayo de 2000, ya citada en el epígrafe anterior. Recordemos que se trataba de un injus­tificado retraso de más de ocho horas en un vuelo. En aquella ocasión el TS afirmó en su segundo fundamento jurídico:

«El problema concreto que se plantea en el asunto es si tal doctrina [la del daño moral] es aplicable a la aflicción producida por un retraso en un transporte aéreo. (…). Resulta incuestionable que también deben comprenderse aquellas situaciones en que se produce una aflicción o perturbación de alguna entidad (sin perjuicio de que la mayor o menor gra­vedad influya en la traducción económica) como consecuencia de las horas de tensión, incomodidad y molestia producidas por una demora importante de un vuelo que carece de justificación alguna».

De todas formas, con anterioridad a esta sentencia, los daños morales eran profusa­mente incluidos en las partidas indemnizatorias cuando eran reclamados. No sorprende en exceso la reducción, a veces llamativa, de las cantidades solicitadas (oscilan alrededor de las 100.000 ptas. por persona. Vid. SA Madrid de 2 de enero de 1999, Zaragoza de 16 de febrero de 1999 y Álava de 20 de mayo de 1999).

Sí conviene destacar, para concluir, que, como indicaba ya la recién citada STS de 31 de mayo de 2000, no se derivan daños morales del mero aburrimiento, molestia o enojo. Pero tampoco se exige que los daños morales sean realmente graves. En este punto, las Audiencias se mueven dentro de unos aceptables parámetros de normalidad.

Así, la tan referida SA Badajoz de 6 de septiembre de 1995 expresa llanamente que «la carencia de guía en un país [China] con un idioma de compleja comprensión, en el que además es notoriamente conocido que los signos gráficos utilizados habi­tualmente son radicalmente distintos a los de nuestro entorno occidental, originó una serie de inconvenientes sobrevenidos».

Particularmente sensibles se han mostrado los tribunales en los supuestos en que los turistas realicen su viaje de novios. Representativa de esta corriente es la SA Lérida de 12 de marzo de 1998 que atiende para la determinación de los daños morales a la finalidad del viaje y añade:

«No es lo mismo hacer un viaje de negocios en que el único perjuicio que se pro­duce al viajero es una incomodidad fácilmente valorable económicamente por la diferencia de precios entre un alojamiento y otro, que en un viaje de placer, y con­cretamente la luna de miel, que suele ser o al menos solia ser único en la vida, en donde se buscan lugares adecuados para poder disfrutar de unos días agradables y se ven frustradas sus esperanzas al tener que dedicar casi todo ese tiempo que pensaban disfrutar, en (sic) discusiones, gestiones, incomodidades, etc., por lo que más que el daño económico que se les haya producido es un daño moral y la pér­dida de unas vacaciones que difícilmente pueden repetir».

Igualmente la SA Granada de 23 de marzo de 1999 toma como referencia el objetivo o propósito de los contratantes:

«Aunque no se ha probado el grado de determinación e influencia que pudiera haber movido al actor a aceptar la oferta —sólo contamos con sus afirmaciones— es evi­dente que en su propósito estaba la utilización de esos servicios, bien por él o por sus hijos o hija, prueba de ello es la fotografía de la habitación del hotel, con botas altas, a viaje tan largo [Playa Bávaro] no se suelen llevar si no es para esa práctica».

Es significativo comprobar que las sentencias, acaso de forma inconsciente, utilizan como referencia o módulo valorativo del grado de cumplimiento de las prestaciones un cri­terio ya existente en el CC y reiterado en de forma más expresa en la LCU. Se trata del contenido natural del contrato, es decir, de lo que razonablemente puede esperarse de él. Esta noción genérica comprende -y así lo ha señalado con acierto CAVANILLAS MÚGICA- las legítimas expectativas del consumidor, regla semioculta en el art. 1258 del CC, formu­lada de manera más explícita por el art. 8.1 de la LCU al referirse a «las prestaciones pro­pias de cada producto o servicio». He aquí, pues, el criterio que debe orientar la búsque­da y cuantificación de la indemnización de los daños morales en la materia turística: la finalidad del viaje y las legítimas expectativas de los viajeros.

  1. En especial, la Ley 21/1995, de 6 de Julio, de regulación de los viajes com­binados.

La LVC ha transpuesto al Derecho español la directiva del Consejo 90/314, de 13 de junio de 1990, relativa a los viajes combinados, las vacaciones combinadas y los circuitos combinados. La transposición se ha realizado tardíamente, como es de ver en el simple contraste de las respectivas fechas de publicación. Ello no obstante, forzoso es reconocer que la norma constituye, hoy por hoy, la piedra angular del sistema de protección a los turistas desde la óptica de país emisor de turismo, óptica de la que España venturosamente va formando parte.

La transposición de la directiva es, como suele ser habitual, bastante fiel. Por ello la LVC participa de las virtudes y defectos de su modelo: prolijidad, concreción, exceso de defini­ciones, pretensiones de exhaustividad, etc. En definitiva, como tantas otras leyes recientes constituye una desviación patente de la tradicional técnica legislativa española.

Acabo de decir que la LVC constituye una piedra angular en el sistema de protección a los turistas y la afirmación, con ser cierta, exige ser matizada. En efecto; el ámbito de apli­cación de la norma se delimita de forma institucional: solamente a los que la misma defi­ne como viajes combinados. Qué sea un viaje combinado lo explica la ley en su art. 2.1: la concurrencia previa de por lo menos dos de los siguientes elementos: transporte, aloja­miento y otros servicios turísticos no accesorios. Ello significa que quedan fuera de dicho ámbito los llamados servicios sueltos, es decir, los mismos tres elementos referidos cuan­do no se han seleccionado dos de ellos. En este caso, la protección del turista, del viajero, sigue los cauces genéricos y sectoriales que han quedado expuestos en las páginas ante­riores. Se exige también que la combinación sea ofertada y vendida por un precio global. Con este segundo requisito la norma pretende que la agrupación de varios servicios en una misma factura pueda interpretarse como un viaje combinado (vg. contratación de un viaje y de un alojamiento, incluso en el mismo destino, pero de forma independiente).

La LVC ha nacido con la específica finalidad de proteger a los turistas. Tal objetivo es una constante que emerge de forma expresa y continua a lo largo del articulado. Hay, no obs­tante, alguna materia que expresa con mayor claridad, si cabe, esta preocupación. Vale la pena destacar estos temas.

De esta manera, ya en la fase precontractual, el art. 3 impone al organizador del viaje un deber de información al usuario por medio de la entrega de un programa o folleto que asimismo debe contener por escrito la correspondiente oferta sobre el viaje; el párrafo segundo de este mismo artículo consagra el carácter vinculante, por tanto exigible, de la información proporcionada, en línea con lo ya establecido en el art. 8.1 LCU. Tal carácter vinculante sólo tiene dos excepciones, establecidas en el mismo párrafo segundo, para el caso de que haya habido cambios o modificaciones, bien en la misma información pro­porcionada, bien en el contenido del contrato; pero ambas excepciones se fundan preci­samente en la protección del consumidor (TUR FAÚNDEZ). El art. 6 cierra el círculo con referencia al deber de información, imponiendo al organizador una serie de obligaciones específicas referentes a horarios, teléfonos de contacto en destino, etc.

La imposición de la forma escrita, realizada por el art. 4, no es novedad dentro de la legislación protectora de los consumidores. Puede hablarse, como se ha hecho (GARCÍA RUBIO), de un retorno en este punto a criterios formalistas, para facilitar, en beneficio del consumidor, la prueba de la existencia y contenido del contrato, en especial por lo que hace al contenido mínimo. El precepto deja en el aire lo referen­te, tanto al carácter de la forma, como a los efectos de su incumplimiento. Su ratio

enlaza, obviamente, con la filosofía subyacente a los arts. 1278 y siguientes del CC, en especial con el art. 1280, por lo que, según creo, la forma no tiene carácter sus­tancial. En la práctica, además, es difícilmente imaginable la omisión de esta obliga­ción. Sobre todo teniendo en cuenta la estrecha relación existente entre forma y con­tenido, a la que acabo de hacer mención.

De Igual modo que respecto a la forma, la imposición de un contenido mínimo a los contratos es otra de las maneras arquetíplcas de protección de los intereses de los con­tratantes más débiles. Responde, desde luego, al cumplimiento de deberes de informa­ción, pero también a la necesidad de expresar con claridad determinadas condiciones generales y particulares, es decir, a su clarificación y fijación de cara a la ejecución de las mismas y a su exigibilidad. Por eso el art. 4 contiene una larga lista de elementos de Inclusión obligatoria en el contrato. Al respecto, hay que recordar que la oferta con­tractual también forma parte Integrante del contrato, como acaba de verse. De ahí que no tenga fácil explicación la exigencia de constancia en el contrato de determinados ele­mentos ya incluidos en la oferta, tales como la identificación del oferente, el programa de viaje, la especificación de los servicios y el régimen de cancelaciones y, sobre todo, el de responsabilidades. Una vez más, la norma sigue la criticable costumbre de yuxtapo­ner sin discriminación una pluralidad de elementos que, al fin y a la postre, configuran una curiosa mescolanza que amalgama condiciones generales y particulares; aquéllas, sometidas al filtro depurador del art. 10 de la LCU, mientras que éstas son fruto de la autonomía privada, por lo que su existencia y contenido son imposibles de prever. De ahí que, junto a cláusulas de inclusión reglada y contenido libre (vg. destino, fechas, medios de transporte, clase elegida), la Ley admita además la inclusión de «toda solici­tud especial que el consumidor transmita al organizador o al detallista y que éste haya aceptado».

El ajuste entre la ejecución y el proyecto obllgacional tiene en la LVC dos importantes vías de escape. Una, establecida en beneficio del consumidor, el desistimiento, facultad de libre ejercicio, sujeta, sin embargo, a indemnización a favor del organizador o detallista consistente en porcentajes del importe total del viaje, variables en función de la antelación con que tal facultad se ha ejercitado. La otra es la posibilidad, otorgada al organizador, de modificar algún elemento esencial del contrato antes de la salida o Incluso de cancelar el viaje, con reconocimiento al usuario de la facultad resolutoria simili modo al establecido en el art. 1124 del CC (arts. 8 y 9 de la LVC). Posiblemente estos canales de fuga respec­to a la regla general de vinculación recíproca de las partes parezca a primera vista equili­brada o beneficiosa para el consumidor. Una reflexión más detenida conduce a la conclu­sión contraria. Ciertamente, el desistimiento es una facultad usualmente atribuida al con­sumidor o usuario en la práctica totalidad de las leyes especiales recaídas modernamente sobre la materia; los ejemplos son numerosos y conocidos. Sin embargo, la legitimación del incumplimiento total del organizador del viaje o de la alteración «significativa» —dice la ley— de las condiciones esenciales del mismo atribuye al empresario una posición muy próxima, a mi juicio, a la proscrita por el art. 1256 del CC.

Esta posición prevalente del empresario aparece con más nitidez si cabe en el supuesto, muy frecuente en este sector, de cumplimiento defectuoso por parte del organizador. La solución adoptada por el art. 10 de la ley no es nada satisfactoria desde la perspectiva del usuario. Parte, lo que sí es de alabar, de la imposición al organizador de la obligación de continuar el viaje adoptando las medidas necesarias para ello, que pueden ser rechazadas por el usuario por motivos razonables. Como se ve, demasiado concepto Indeterminado; y además difícilmente determinable en las circunstancias de tensión y exigencia de celeri­dad en las soluciones que suelen concurrir en los imprevistos que surgen en un viaje: ¿qué es lo necesario? ¿cuándo una negativa es razonable? En todo caso hay que resaltar que la urgencia con que han de adoptarse, admitirse o rechazarse propuestas, alternativas y otras medidas obliga a aplazar la discusión y solución definitiva de las discrepancias al regreso del viaje, con los consiguientes e inevitables problemas de prueba que ello plantea: difi­cultad en su preconstitución, dificultad también en la aportación de testigos por disolución y alejamiento de los miembros del grupo, etc.

Resta, por último, la candente cuestión de la responsabilidad de organizadores y deta­llistas. Y, en este punto, la solución legal es nuevamente criticable. El art. 11 no se ha atre­vido a establecer la solidaridad entre organizadores y detallistas. Sí lo hace para el supues­to de que haya varios organizadores o varios detallistas, pero en su respectivo régimen interno: organizadores entre sí y detallistas entre sí. Para los restantes casos, que serán los más frecuentes, la ley ha optado por la responsabilidad pro parte: organizador y detallista responden «en función de las obligaciones que les correspondan por su ámbito respecti­vo de gestión del viaje combinado», aunque, eso sí, con independencia de que dichas obli­gaciones deban ejecutarlas ellos mismos u otros prestadores de servicios. Como acabo de indicar, la solución legal es altamente criticable porque obliga en la práctica a demandar a la vez a organizador y a detallista, ante la duda o el desconocimiento de quién sea el ver­dadero responsable del defecto en el cumplimiento o del daño producido, con la comple­jidad, dificultad y lentitud inherentes a ello. Tanto es así que ha habido sentencias que han entendido erróneamente que existe lltlsconsorcio pasivo necesario, estimando la excep­ción correspondiente (así SA Vizcaya de 5 de noviembre de 1997 y 20 de enero de 1999). Hubiera sido preferible, desde luego, la Imposición de responsabilidad solidaria, de forma que el usuario decidiera libremente a quién demandar y que pudiera hacerlo por el todo, sin perjuicio de la lógica facultad de repetición del demandado. Ciertamente, la Directiva en la que la LVC se Inspira fue también muy tibia en este punto, puesto que abandonó al legislador nacional la forma de configurar y exigir tal responsabilidad en lugar de optar por el criterio más favorable para el usuario.

Sin embargo, tampoco puede admitirse que algún sector jurisprudencial haya optado por una interpretación francamente correctora del art. 11 -si es que no abiertamente erró­nea- afirmando sin rubor que dicha norma establece una responsabilidad solidaria entre organizador y detallista. Así han razonado las SA Castellón de 19 de septiembre de 1998, Tarragona de 23 de octubre de 1998, Asturias de 11 de diciembre de 1998, Alicante de 4 de mayo de 1999, Vizcaya de 10 de enero de 2001 -sorprendente cambio de criterio a otro también erróneo-, etc. Otras, como la SA Madrid de 28 de mayo de 1999 han fun­dado la solidaridad en el art. 26 de la LCU; tampoco hay mucho acierto en este razona­miento. Finalmente, también hay sentencias (como la SA Barcelona de 14 de marzo de 2000) que han realizado la interpretación correcta, afirmando que la responsabilidad impuesta se individualiza en función del correspondiente ámbito de gestión.

No puede dudarse de la buena fe que preside la totalidad de las sentencias referidas. Pero la misma no autoriza ni legitima, a mi juicio, la creación de un ámbito de formulación judicial del Derecho que, so pretexto de la justicia del caso, se opone frontalmente al sis­tema y crea, en fin, más problemas que los que supuestamente resuelve.

 

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