Ulises y las demencias: igualdad, diversidad y «modelo social» de la discapacidad
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Ulises y las demencias: igualdad, diversidad y «modelo social» de la discapacidad

Ulises y las demencias: igualdad, diversidad y «modelo social» de la discapacidad[1]*

Pablo de Lora Deltoro

Catedrático de Filosofía del Derecho

Universidad Autónoma de Madrid

RESUMEN

Entender la discapacidad como diferencia, y los obstáculos ligados a aquella, más como un problema de diseño social o institucional que como una enfermedad, anomalía o tara de los individuos discapacitados es una de las señas de identidad más distintivas del contemporáneo movimiento en favor de los derechos de los discapacitados, un movimiento cuyos postulados han tenido un reciente y notable impacto en nuestras instituciones jurídico-políticas.

En este artículo me propongo analizar el alcance del «modelo social», y, en particular, mostrar que tal modelo, y la concepción del ideal de igualdad sobre el que se sustenta, resulta inadecuado —tanto descriptiva como normativamente— para dar cuenta de la discapacidad mental o cognitiva, y que su puesta al servicio de importantes reformas de calado en la legislación supone un error de consecuencias graves y genera distorsiones profundas en el sistema jurídico.

Palabras clave: discapacidad cognitiva, modelo social, igualdad, diversidad, eutanasia.

RESUM

Entendre la discapacitat com a diferència, i els obstacles lligats a aquella, més com un problema de disseny social o institucional que com una malaltia, anomalia o tara dels individus discapacitats és una de les senyes d’identitat més distintives del contemporani moviment a favor dels drets dels discapacitats, un moviment els postulats del qual han tingut un recent i notable impacte en les nostres institucions juridicopolítiques.

En aquest article em proposo analitzar l’abast del «model social», i, en particular, mostrar que aquest model, i la concepció de l’ideal d’igualtat sobre el qual se sustenta, resulta inadequat —tant descriptivament com normativament— per donar compte de la discapacitat mental o cognitiva, i que la posada al servei d’importants reformes de pes en la legislació suposa un error de conseqüències greus i genera distorsions profundes en el sistema jurídic.

Paraules clau: discapacitat cognitiva, model social, igualtat, diversitat, eutanàsia.

ABSTRACT

Understanding disability as a difference, and the obstacles linked to it, more as a problem of social or institutional design than as a disease, anomaly or defect of disabled individuals is one of the most distinctive signs of identity of the contemporary movement in favor of rights of the disabled, a movement whose postulates have had a recent and notable impact on our legal-political institutions.

In this article I propose to analyze the scope of the «social model», and, in particular, to show that such a model, and the conception of the ideal of equality on which it is based, is inadequate —both descriptively and normatively— to account for the mental or cognitive disability, and that its implementation at the service of important far-reaching reforms in the legislation implies an error with serious consequences and generates profound distortions in the legal system.

Key words: cognitive disability, social model, equality, diversity, euthanasia.

SUMARIO

I. Diógenes en Oviedo. II. Discapacidad y diversidad: el modelo social. III. ¿Es asumible el «modelo social»? IV. La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y su alcance. V. La reforma del derecho de la discapacidad en España. VI. La eutanasia de Dámaso. VII. Conclusiones.

I. Diógenes en Oviedo

Una vida virtuosa exige desprenderse de todo aquello que no sea imprescindible; así, para morar guarecido habrá de bastar una tinaja. Esta máxima con la que se condujo por la vida Diógenes de Sinope da nombre, por paradójico que pueda parecer, al síndrome consistente en la acumulación desenfrenada, la falta de higiene y el autocuidado personal, especialmente ya entrada la vejez.[2]

Probablemente sea la de los millonarios Homer y Langley Collier, hermanos y residentes en el Nueva York de los años 40 del siglo pasado, la más célebre instancia del padecimiento del síndrome de Diógenes y de sus devastadores efectos. Y es que los servicios de emergencias tardaron 18 días en excavar en la mansión —no precisamente una tinaja— entre toneladas de periódicos, libros, motores de avión, pianos de cola, etc., para hallar finalmente a ambos hermanos muertos. Homer, que padecía una ceguera desde hacía años, falleció por inanición tras haberlo hecho su hermano, quien se ocupaba de él y podía llevarle comida y sortear todos los recovecos en aquella escombrera doméstica.[3]

En la Sentencia del Tribunal Supremo 3276/2021, de 8 de septiembre, se relata que Dámaso, de 66 años, residente en Oviedo, vive de manera descuidada: no observa la higiene personal mínima y acumula basura, trastos y enseres en su domicilio hasta el punto de que la movilidad en ese espacio está severamente comprometida, así como las condiciones de salubridad del edificio en el que se ubica su apartamento. Las quejas de los vecinos son constantes. ¿Deben intervenir las autoridades para poner fin a esta situación? ¿De qué forma? En la última parte de este artículo daré cuenta del modo en el que finalmente resuelve el Tribunal Supremo esta controversia, pero antes analizaré cómo hoy se tiende a responder a la pregunta previa, la de cuál puede ser la razón o fundamento para que el poder público interfiera en el ejercicio de la autonomía personal de Dámaso: ¿lo deben hacer porque sufre la enfermedad mental que conocemos como «síndrome de Diógenes»?

Para ello estructuro el artículo del siguiente modo. En el próximo epígrafe explicaré sucintamente el llamado «modelo social de la discapacidad», para, a continuación (epígrafe III), plantear algunas objeciones que considero decisivas a dicha concepción. En los epígrafes IV y V analizo la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y como ese texto, y la Observación general N.º 1 del Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, han influido en la reciente reforma civil y procesal sobre la incapacitación, un conjunto de profundas modificaciones que no sin exageración se han descrito como una «revolución» en el Derecho Privado. De uno de los efectos contraproducentes más significativos de tales reformas —el de cómo entender ahora la posibilidad de anticipar la voluntad de poner fin a la vida de acuerdo con las previsiones de la Ley Orgánica reguladora de la eutanasia— me ocupo en el epígrafe VI. En el último epígrafe destaco brevemente algunas conclusiones.

II. Discapacidad y diversidad: el modelo social

Hasta hace no tanto tiempo en términos históricos, personas como Dámaso o los hermanos Collier eran sometidos a un proceso de incapacitación para que alguien, un tutor o curador, ejerciendo un papel sustitutivo de su mermada capacidad volitiva, tomara las decisiones que atendieran a sus «mejores intereses». En nuestro caso eso consistiría en desplazar su voluntad «acumuladora» y «desprolija», pues es el fruto de un trastorno, y procurar su higiene, el orden y la limpieza de su casa; quizá también forzarle a que mantenga la adherencia al tratamiento o terapia que mitigue, o controle al menos, su patología.

La que podríamos llamar «intervención tradicional» se apoyaría esencialmente en tres pilares: privación o limitación jurídica de la capacidad de obrar mediante la monitorización judicial, representación sustitutiva de la voluntad del representado e interés superior del individuo como criterio para el sometimiento a tal intervención. Se trata, como ha expuesto Macario ALEMANY, de un modo de paternalismo justificado, en nada distinto del que se ejerce con los menores de edad.[4]

Desde finales del siglo pasado, sin embargo, esta aproximación que resulta tributaria del conocido como «modelo médico» de la discapacidad parece batirse en retirada frente a las acometidas del etiquetado como «modelo social»,[5] una de las consecuencias, según destacan algunos estudiosos, de los triunfos cosechados por la lucha en pos de los derechos civiles de las mujeres y de las minorías raciales que acontecieron a finales de la década de los años 50 del siglo pasado.

Tomemos como ejemplo el hecho de estar ciego, sordo o limitado en la bipedestación por una paraplejia. La imposibilidad de ver, oír o desplazarse andando merma la satisfacción de intereses o necesidades de un individuo no porque padezca una minusvalía o discapacidad, sino porque la vida social está diseñada para que formas alternativas, no mayoritarias, de vivir sensorialmente, o de moverse en el espacio, no resulten posibles. De acuerdo con dicho modelo, en referencia al célebre cantante Stevie Wonder, que padece una ceguera congénita, no deberíamos afirmar «no puede conducir porque está ciego», sino: «no puede conducir porque la circulación viaria en vehículo no está adaptada a las personas como él». La normalidad de que los ordenadores tengan pantalla o existan orquestas sinfónicas tiene que ver con la estadística: la mayoría podemos ver y oír con el sentido de la vista y el oído. En palabras de ROMAÑACH y PALACIOS que vale la pena transcribir en su integridad:

«Las mujeres y hombres con diversidad funcional tienen que ver con sociedades que, siendo intrínsecamente imperfectas, han establecido un modelo de perfección al que ningún miembro concreto de ellas tiene acceso, y que definen la manera de ser física, sensorial o psicológicamente, y las reglas de funcionamiento social. Y que este modelo está relacionado con las ideas de perfección y “normalidad” establecidas por un amplio sector que tiene poder y por el concepto de mayorías meramente cuantitativas».[6]

En esa medida, Stevie Wonder y todos aquellos que se reclaman «diversos funcionales» estarían discriminados y de lo que se trataría es de acabar con el capacitismo —la preferencia por quienes no sufren de una discapacidad— que impera en nuestras sociedades.[7] Quienes abogan por el «modelo social» reivindican, al tiempo, el capital social que atesoran por su condición diversa y un modelo de vida independiente que abjura del paternalismo con el que el clásico Welfare State había abordado la minusvalía o discapacidad.[8] Ejemplos heroicos como los del pionero estudiante de Berkeley, Ed Roberts (el primer alumno estadounidense que fue capaz de egresarse superando las dificultades de moverse por el campus en una silla de ruedas), o experiencias como las del Camp Jened, donde jóvenes estadounidenses discapacitados e institucionalizados coincidían durante los veranos del principio de la década de los años 70 del siglo pasado,[9] son frecuentemente invocadas por quienes defienden dicho «modelo social» y el conjunto de cambios institucionales y socio-económicos que entraña abrazar dicho paradigma.

Es indudable que buena parte de las demandas y de las denuncias del movimiento de las personas con diversidad funcional han sido y son reclamaciones de justicia: terminar con su secular estigmatización y afianzar su consideración como individuos que, con los apoyos y recursos adecuados, pueden participar de la vida social. A la vista está que la acondroplasia que sufre Michel Petrucciani no le impide ser un fabuloso pianista de jazz o que una persona con las restricciones a la movilidad y el habla como las que sufrió Stephen Hawking de resultas de su esclerosis puede llegar a ser uno de los físicos más importantes del siglo XX.

III. ¿Es asumible el «modelo social»?

Así y todo, en la medida en la que buena parte de las posiciones sociales son el resultado de un juicio de mérito y capacidad, tal y como proclama sin ir más lejos el artículo 103.3 de la Constitución Española,[10] la provisión de apoyos tiene sus límites: ¿admitiríamos que alguien que esgrimiera su flaca memoria tuviera el apoyo de un apuntador en la oposición al cuerpo de Letrados del Consejo de Estado? ¿Sería admisible que quien certificara su escaso apego a la pista de atletismo pudiera hacer uso de un patinete eléctrico en la carrera de 300 metros que todo aspirante a bombero debe correr lo más rápido que sea capaz? Parece evidente que hay apoyos ilegítimos porque conceden ventajas injustas y frustran el objetivo de seleccionar a los más aptos y que por tanto no pueden valer como formas de luchar contra la discriminación a quienes —el desmemoriado, el flojo— pudieran presentarse también como personas con diversidad funcional.

Junto a ello, el modelo social no puede, a mi juicio, reemplazar la caracterización clínica o médica de la discapacidad; o no lo puede hacer sino es a costa de sacrificar un buen número de intuiciones, instituciones y prácticas bien consolidadas. Pensemos por un momento en cuántas de ellas presuponen que la discapacidad es un infortunio, una indeseable condición intrínseca que empeora la calidad de vida. Y es que las discapacidades pueden, en mi opinión, ser entendidas como formas de cronificada pérdida de salud y pocos dudan de que debemos luchar contra la enfermedad y en favor de la restauración de la salud; hasta el punto de que los medios para atajarla —la asistencia sanitaria señaladamente— forman parte de un derecho subjetivo tenido por fundamental o humano. Se emplean recursos clínicos de todo tipo para intentar que una persona que ha sufrido un accidente recupere su movilidad; se administra pilocarpina a quienes sufren glaucoma para evitar su ceguera, y a quien cursa una otitis se le recetan antibióticos para que no se produzca una perforación del tímpano que le deje sordo.

¿Cómo justificar si no la indicación médica para la interrupción del embarazo que prevé el artículo 15 de la Ley Orgánica 2/2010? El riesgo de existir «graves anomalías en el feto» o «anomalías incompatibles con la vida» permite a la mujer abortar incluso si los apoyos futuros de los que dispondrá el feto son óptimos. Los riesgos de discriminación que sufrirá el concebido y no-nacido si es de sexo femenino, o de una determinada raza, son mayores que si es de sexo masculino, y sin embargo esa condición sexual no constituye una anomalía que legitime la interrupción voluntaria del embarazo.

Sigo: ¿qué sentido tiene el diagnóstico genético preimplantacional bajo el «modelo social» de la discapacidad? ¿Acaso la inmensa mayoría de ciudadanos e instituciones incurrimos en el error colectivo de celebrar, apoyar y sufragar la investigación básica que ayude a eliminar enfermedades congénitas como la espina bífida, la fibrosis quística o la Corea de Huntington?[11] ¿Reducir esa diversidad funcional evitando que existan seres humanos con esos padecimientos nos hace peores como sociedad?

En los conocidos como «casos trágicos» en los que procede el sacrificio de algunos pacientes dada la escasez extrema de recursos, las formas más graves de comorbilidad son tenidas en cuenta como criterio para el descarte. ¿Es ilegítima esa distribución de recursos por discriminatoria frente a los discapacitados? Durante el azote de la pandemia por COVID-19 algunos grupos en defensa de las personas con discapacidad en los Estados Unidos así lo denunciaron. También Roger Severino, director de la Oficina de Derechos Civiles del Departamento de Salud, que declaraba que los derechos civiles protegen la igual dignidad de todos los seres humanos frente al «utilitarismo desalmado».[12] Lo hacía en oposición a los protocolos de utilización de la ventilación mecánica que empezaban a imponerse en algunos Estados, y que, a su juicio, eran discriminatorios. En la misma línea, el activista de los derechos de las personas con discapacidad Ari Ne’eman afirmaba que:

«Incluso cuando la discriminación no se basa en las percepciones sobre la calidad de vida sino en consideraciones “aparentemente” racionales relativas al uso intensivo de recursos, debemos oponernos a que se relegue a los discapacitados a un estatuto clínico de segunda clase… Incluso en estado de crisis las autoridades deben evitar la discriminación. Al permitir a los clínicos discriminar frente a quienes necesitan más recursos quizá se salvarán más vidas. Pero la cohorte de quienes hayan sobrevivido se presentará de manera muy diferente, prejuiciosamente inclinada a favor de quienes no sufrían de discapacidad antes de la pandemia. La equidad habrá sido sacrificada en nombre de la eficiencia».[13]

Tener en cuenta algunas discapacidades en esos casos es, por supuesto, odiosamente discriminatorio. Que, a personas con síndrome de Down, o invidentes, se les niegue la posibilidad de disponer de ventilación mecánica por esa condición, porque sus vidas son menos útiles o valiosas en una situación como la que se vivió en los momentos más duros de la pandemia por COVID-19 es injustificable, pero ¿cómo no priorizar el tratamiento a un individuo con una buena prognosis frente a quien está postrado en una cama en estado vegetativo persistente?

IV. La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y su alcance

La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad adoptada en Nueva York en 2006 es el instrumento jurídico que consagra las reclamaciones en pro de la integración y contra la discriminación de las personas con discapacidad a las que aludí con anterioridad.[14] Junto con la proclamación de un robusto principio general contra esa forma de discriminación, la Convención establece la obligación de la accesibilidad para que las personas con discapacidad puedan gozar de una vida independiente y plenamente participativa (artículo 9) y también incluye la muy controvertida previsión del artículo 12, que es en la que a partir de ahora me centraré.

Dicho artículo obliga a los Estados a reconocer que «[…] las personas con discapacidad tienen capacidad jurídica en igualdad de condiciones en todos los aspectos de la vida» y se garantizará su derecho a «[…] ser propietarias y heredar bienes, controlar sus propios asuntos económicos y tener acceso en igualdad de condiciones a préstamos bancarios, hipotecas y otras modalidades de crédito financiero, y velarán por que las personas con discapacidad no sean privadas de sus bienes de manera arbitraria», y a que, en el momento de prestar los apoyos para la toma de decisiones a las personas con discapacidad se «[…] respeten los derechos, la voluntad y las preferencias de la persona, que no haya conflicto de intereses ni influencia indebida, que sean proporcionales y adaptadas a las circunstancias de la persona».

La literalidad del precepto invitaba a una lectura maximalista de acuerdo con la cual quedaba desterrada toda posibilidad de sustituir en la toma de decisiones a quienes sufren discapacidades cognitivas muy severas. Es por ello por lo que países con tantas credenciales en el respeto a los derechos humanos como Australia, Noruega, Países Bajos o Canadá formularon reservas expresas al artículo 12 cuando ratificaron la Convención. Para muestra el botón de Canadá: «En la medida en la que el artículo 12 puede interpretarse como una exigencia de eliminar todos los acuerdos de sustitución del proceso de toma de decisiones, Canadá se reserva el derecho de continuar usándolo en las circunstancias apropiadas y sujeto a las salvaguardas efectivas y adecuadas».[15]

A la vista de las dudas suscitadas por la interpretación de las previsiones contenidas en el artículo 12, el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad dictó en 2014 la Observación general N.º 1 con la que se pretende dilucidar el espíritu del referido artículo 12.[16] De la lectura de ese texto resulta que los temores de los Estados antes mencionados no eran infundados: el Comité ha abrazado sin apenas reticencias el modelo social de la discapacidad cuando esta se refiere también a lo psíquico o mental, una aplicación del principio de «unidad en la concepción de la discapacidad» que genera severas objeciones;[17] hasta el punto de que, como han señalado profesionales de la salud mental tan acreditados como Paul APPELBAUM, la implementación de la Observación puede acabar dañando precisamente a quienes pretende proteger.[18]

Veamos los aspectos más problemáticos de la Observación. En el parágrafo 14 se afirma: «El concepto de capacidad mental es, de por sí, muy controvertido. La capacidad mental no es, como se presenta comúnmente, un fenómeno objetivo, científico y natural, sino que depende de los contextos sociales y políticos, al igual que las disciplinas, profesiones y prácticas que desempeñan un papel predominante en su evaluación». El diagnóstico de la enfermedad o discapacidad mental y la subsiguiente evaluación psíquica queda igualmente en entredicho. Y ello, señala el parágrafo 15, «[…] por dos motivos principales: a) porque se aplica en forma discriminatoria a las personas con discapacidad; y b) porque presupone que se pueda evaluar con exactitud el funcionamiento interno de la mente humana y, cuando la persona no supera la evaluación, le niega un derecho humano fundamental, el derecho al igual reconocimiento como persona ante la ley. En todos esos criterios, la discapacidad de la persona o su aptitud para adoptar decisiones se consideran motivos legítimos para negarle la capacidad jurídica y rebajar su condición como persona ante la ley».

Y de esas premisas una conclusión de alcance difícil de exagerar, incluida en el parágrafo 13 de la Observación que reza: «[…] el “desequilibrio mental” y otras denominaciones discriminatorias no son razones legítimas para denegar la capacidad jurídica (ni la capacidad legal ni la legitimación para actuar). En virtud del artículo 12 de la Convención, los déficits en la capacidad mental, ya sean supuestos o reales, no deben utilizarse como justificación para negar la capacidad jurídica».

V. La reforma del derecho de la discapacidad en España

Más allá de la discusión acerca del alcance y valor jurídico de esta Observación desde el punto de vista del derecho internacional,[19] el hecho es que en España se ha aceptado la suerte de órdago al que invitaba el Comité y se ha procedido, mediante la reforma de la legislación civil y procesal en materia de discapacidad ope Ley 8/2021, de 2 de junio, a una profunda revisión de varias de las instituciones centrales del derecho privado, en lo que constituye, sin temor a exagerar, tal vez la más importante reforma del derecho civil en España desde que se modificara el derecho de familia a principios de los años 80 del siglo pasado.

Dicho tsunami[20] arrastra consigo la tradicional distinción entre capacidad jurídica —la que tiene todo aquel sujeto de derechos por la sola condición de reunir las condiciones para ser persona— y capacidad de obrar —la facultad de ejercer los derechos[21]— haciendo prevalecer, salvo en los casos límite, la voluntad, los deseos y las preferencias de las personas con discapacidad a las que en todo caso cabe proveer de los apoyos —formales e informales— que se juzguen necesarios por parte de la autoridad judicial, pero no así de mecanismos de sustitución plena en función de sus intereses objetivos como era tradicionalmente el caso de la imposición de tutelas o curatelas.

En ese sentido, la reforma no pretende ser meramente nominal —sustituir términos con carga peyorativa por otros políticamente más correctos— sino que hace pivotar el nuevo régimen sobre la prestación de apoyos —privilegiando la institución de la curatela frente a la tutela— pues de lo que se trata es de respetar la voluntad de la persona discapacitada que por lo general debe ser quien tome sus propias decisiones; se trata de una cuestión de derechos humanos, se dice en el preámbulo de la Ley 8/2021. «En casos excepcionales —reza ahora el artículo 249 del Código Civil—, cuando, pese a haberse hecho un esfuerzo considerable, no sea posible determinar la voluntad, deseos y preferencias de la persona, las medidas de apoyo podrán incluir funciones representativas. En este caso, en el ejercicio de esas funciones se deberá tener en cuenta la trayectoria vital de la persona con discapacidad, sus creencias y valores, así como los factores que ella hubiera tomado en consideración, con el fin de tomar la decisión que habría adoptado la persona en caso de no requerir representación». Así y todo, ni siquiera ese mandato de representatividad hipotética es posible en muchos casos y es más bien el criterio paternalista, el que se basa en los mejores intereses del individuo, el que habrá de primar.[22]

Y ello por una razón bien sencilla que conocen en primer lugar los expertos en salud mental. Refiriéndose, por ejemplo, a los Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA), SÁNCHEZ-POSADA, et al., afirman: «Uno de los síntomas más característicos de los TCA y especialmente en la AN [anorexia nerviosa] es la ausencia de conciencia de enfermedad, esta situación supone una falta de capacidad de juicio para evaluar los riesgos de la situación del paciente, el consentimiento y la aceptación del tratamiento están influidos por la psicopatología y son un síntoma de la enfermedad, por tanto negarse al tratamiento no es un ejerció de libertad avalado por la Constitución, es la verbalización de la clínica incapacitante de la persona enferma».[23] Es por ello por lo que el artículo 269 CC deja una puerta abierta a que quien ejerza de curador sustituya la voluntad de quien necesita de apoyos: «Sólo en los casos excepcionales en los que resulte imprescindible por las circunstancias de la persona con discapacidad, la autoridad judicial determinará en resolución motivada los actos concretos en los que el curador habrá de asumir la representación de la persona con discapacidad».

En el caso de Dámaso, el vecino de Oviedo con el que arrancaba estas páginas, el Tribunal Supremo tiene que determinar si cabe imponerle apoyos que él mismo rechaza e impugna por estar basados en la concurrencia de un trastorno. A juicio de su abogado: «[…] no cabe predicar la incapacitación de una persona cuyas manías o extravagancias puedan causar rechazo, pero que en ningún caso deben abocar a una solución judicial como la adoptada […] obligándole a permitir la entrada en su domicilio a terceros para que limpien y ordenen su vivienda en contra de su voluntad, y a su costa, con merma a su derecho a la intimidad e inviolabilidad domiciliaria reconocida en el artículo 18 de la CE» (las cursivas son mías). Sin embargo, señala el Tribunal Supremo en su Sentencia, en ocasiones «[…] la necesidad se impone», en presencia de una discapacidad que «[…] afecte directamente a la capacidad de tomar decisiones y de autodeterminación, con frecuencia por haber quedado afectada gravemente la propia consciencia, presupuesto de cualquier juicio prudencial ínsito al autogobierno, o, incluso, en otros casos, a la voluntad».[24] Ello hace que, si bien no proceda ya declaración judicial alguna de incapacidad, puedan mantenerse las muy sanas —nunca mejor dicho— medidas de apoyo consistentes en hacer que la vivienda de Dámaso tenga condiciones aceptables de higiene y salubridad. Y ello frente a sus preferencias o deseos y a partir de la constatación de que «[…] el trastorno que provoca la situación de necesidad impide que esa persona tenga una conciencia clara de su situación. El trastorno no solo le provoca esa situación clara y objetivamente degradante, como persona, sino que además le impide advertir su carácter patológico y la necesidad de ayuda. No intervenir en esos casos, bajo la excusa del respeto a la voluntad manifestada en contra de la persona afectada, sería una crueldad social, abandonar a su desgracia a quien por efecto directo de un trastorno (mental) no es consciente del proceso de degradación personal que sufre. En el fondo, la provisión del apoyo en estos caos encierra un juicio o valoración de que, si esta persona no estuviera afectada por ese trastorno patológico, estaría de acuerdo en evitar o paliar esa degradación personal».[25]

No es exagerado afirmar que con este pronunciamiento el Tribunal Supremo ha obviado el «modelo social»,[26] y, en buena medida, tanto la interpretación de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad dada por la Observación general N.º 1, como alguna de las características más relevantes de la «revolución jurídico-civil» operada por la aprobación de la reforma de junio de 2021. Se ha seguido así la recomendación que en 2019 hacía APPLEBAUM[27] y el criterio seguido en la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso A.-M.V. contra Finlandia (2017).[28]

VI. La eutanasia de Dámaso

La existencia de discapacidades mentales que impiden el ejercicio de la autonomía personal —lo que otrora hemos llamado capacidad de obrar— está acreditada por algunos presupuestos normativos muy importantes e irrenunciables que habitan en nuestro sistema jurídico. Tal es el caso de la institución que conocemos como voluntades anticipadas, un instrumento de consecuencias decisivas y cuya consagración en el ámbito de la práctica clínica se ha producido con la aprobación, también reciente, de la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia (en adelante, LORE).

En esta Ley se reconoce la existencia de «situaciones de incapacidad de hecho» definidas como aquellas en las que «[…] el paciente carece de entendimiento y voluntad suficientes para regirse de forma autónoma, plena y efectiva por sí mismo, con independencia de que existan o se hayan adoptado medidas de apoyo para el ejercicio de su capacidad jurídica» (artículo 3.h)). Junto a ello se establecen una serie de requisitos para ser beneficiario de la prestación de ayuda para morir, entre los que se encuentran el de disponer de información sobre su proceso médico, las alternativas terapéuticas, de cuidado paliativo y de atención a la dependencia; el haber formulado dos solicitudes de manera voluntaria y de forma que quede constancia, que no sean el resultado de ninguna presión externa y el de prestar consentimiento informado con carácter previo a la recepción de la prestación de ayuda para morir (artículo 5.1).

Pues bien, de estos requisitos se dispensará a quien no se encuentre «en el pleno uso de sus facultades ni pueda prestar su conformidad libre, voluntaria y consciente para realizar las solicitudes […] y haya suscrito con anterioridad un documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes […], en cuyo caso se podrá facilitar la prestación de ayuda para morir conforme a lo dispuesto en dicho documento» (artículo 5.2.).

En uno de sus libros más influyentes Ronald DWORKIN explora las dificultades de la implementación de las voluntades anticipadas valiéndose del ejemplo de «Margo», una señora que padece Alzheimer pero que de manera anticipada expresó ciertos deseos condicionados a la aparición de su enfermedad: donar su patrimonio a una ONG para que nada se pudiera destinar a su atención médica y cuidados; que no se le instaurara ningún tratamiento caso de que contrajera una enfermedad grave o mortal o que, incluso, ante esa eventualidad se le administrara una dosis letal con la que se pusiera fin a su vida.[29]

Imaginemos que Margo es nuestro Dámaso ovetense. Aunque incapaz para ordenar su morada, Dámaso puede ser perfectamente capaz de anticipar racionalmente un conjunto de preferencias, entre las que cabe un apoyo futuro para que se le practique la eutanasia si una enfermedad mental como el Alzheimer le asola. Se trataría del despliegue de una estrategia-Ulises que nos es bien familiar por el episodio de la Odisea de HOMERO: Ulises, sabedor de la tentación que ejercen las sirenas con sus cánticos, pero deseoso de poder escucharlas, pide a su tripulación que le ate al mástil y le tapone los oídos con cera. El testamento vital o documento de voluntad anticipada de Dámaso oficia de mástil de Ulises y esa preferencia de no poder arrojarse al mar o de terminar con la vida propia será juzgada como racional si y solo si se trata de la auténtica voluntad y no de un cambio de preferencia. Es decir, los marineros que hubieran contemplado la desesperación de Ulises en el momento de cruzar las islas de Eea no atienden a sus ruegos ni le desatan porque juzgan que Ulises sufre en ese momento de akrasia; no porque estimen que ha cambiado de opinión.

La dificultad que en los supuestos como el de Margo o Dámaso tiene la tripulación (el personal sanitario que según nuestra legislación debe llevar a término la voluntad anticipada de aplicar la eutanasia) es que, en el momento de ejecutar la voluntad anticipada, los Dámasos o Margos de este mundo pueden no exhibir existencia sufriente alguna, uno de los requisitos que se exigen para ser en primer lugar beneficiario de la práctica eutanásica.

Una concepción «conductual» de la autonomía nos llevaría a dejar vivir a Dámaso, mientras que una visión basada en la «integridad» —una concepción de la autonomía que atiende al tipo de vida que el individuo ha querido vivir— conduce a honrar el testamento vital.[30] En el caso de Ulises tenemos un puerto firme al que amarrarnos para comprobar si hicimos bien en mantenerlo atado al mástil: preguntarle una vez haya pasado el peligro, es decir, indagar sobre un posible arrepentimiento de Ulises cuando ya ha logrado el propósito de escuchar a las sirenas y el peligro se ha conjurado. Y podemos conjeturar que nos agradecerá no haberle hecho caso en aquel momento, de la misma manera que se agradece a sí mismo quien, habiendo puesto el despertador lejos del alcance de su mano para evitar la tentación de quedarse en la cama, pudo llegar a esa importante entrevista de trabajo programada a una hora tan temprana. En los supuestos de Dámaso y Margo ya no existirá ese momento ulterior.

La LORE se decanta claramente por una concepción de la autonomía basada en la integridad, de acuerdo con la clasificación de Dworkin, al establecer categóricamente la obligación de que el médico aplique «[…] lo previsto en las instrucciones previas o documento equivalente» (artículo 9).

Es muy controvertible que nuestro Dámaso o nuestra Margo satisfagan los requisitos que exige la LORE para poder ser beneficiarios de la prestación eutanásica. El artículo 5.1.d) se refiere a la circunstancia de sufrir «[…] una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante […]». De acuerdo con la definición que aporta la propia LORE, los pacientes felices de Alzheimer sin duda sufren una enfermedad grave e incurable, pero la misma no necesariamente les «[…] origina sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables sin posibilidad de alivio que la persona considere tolerable, con un pronóstico de vida limitado, en un contexto de fragilidad progresiva», que es lo que de nuevo estipula la Ley como definición de «enfermedad grave e incurable» (artículo 3.c)). De acuerdo con la estipulación del artículo 3.b), su padecimiento es, sin duda, grave, crónico e imposibilitante, su limitación incide «[…] directamente sobre su autonomía física y actividades de la vida diaria, de manera que no permite valerse por sí mismo, así como sobre la capacidad de expresión y relación», pero no lleva asociado «[…] un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece […]».

¿Se puede anticipar la eutanasia de quien padecerá un deterioro cognitivo incurable, muy grave por incapacitante para la vida autónoma pero que no genera sufrimiento para el propio sujeto? La LORE parece amparar una respuesta afirmativa, es decir, la primacía del «interés superior» de la persona que fue sobre los intereses actuales de la persona que es, lo cual no cohonesta especialmente bien con los presupuestos igualitarios del «modelo social» de la discapacidad que analicé con anterioridad: concedemos que esas vidas futuras son peores, hasta el punto de validar el auxilio al suicidio.

¿Qué presupone esa prioridad, además? Pues obviamente la existencia de la discapacidad mental entendida como una condición que impide al sujeto gobernarse; que no tengamos ahora en cuenta sus deseos es condición de posibilidad de la declaración de voluntad anticipada. O dicho de manera menos oblicua: si en el momento en el que hubiera que ejecutar su testamento vital ni Margo ni Dámaso deben entenderse como incapaces sino como personas distintas, individuos que, lejos padecer una enfermedad mental, tienen una manera diferente de ser, la institución de la voluntad anticipada —cuyo contenido puede ser muy diverso, como he detallado anteriormente a propósito del caso Margo y las muy diferentes instrucciones que puede prever— carece de todo sentido. Si las personas con discapacidad mental pueden diseñar sus apoyos futuros es porque en el futuro su voluntad, incluyendo la de seguir viviendo, no debe contar porque se expresa en una condición de incapacidad.

Es más, esta misma exigencia conceptual está presente de manera genérica en la institución misma de las denominadas «medidas voluntarias de apoyo» (también anticipables) que se han incorporado en la «reforma-tsunami» de la legislación civil. Así, el artículo 255 CC dispone ahora que cabe prever o acodar en escritura pública medidas de apoyo relativas a la persona o bienes «[…] en previsión o apreciación de la concurrencia de circunstancias que puedan dificultarle el ejercicio de su capacidad jurídica en igualdad de condiciones con las demás».[31]

Pues bien, justo lo contrario a esta consecuencia que, a mi juicio, resulta obvia —no hay apoyo anticipado a la discapacidad mental sin reconocimiento de que el discapacitado mental no puede ejercer su autonomía en el futuro— es lo que destila la Observación general N.º 1 del Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad a la que antes me referí, en cuyo parágrafo 17 se puede leer: «Para muchas personas con discapacidad, la posibilidad de planificar anticipadamente es una forma importante de apoyo por la que pueden expresar su voluntad y sus preferencias, que deben respetarse si llegan a encontrarse en la imposibilidad de comunicar sus deseos a los demás. Todas las personas con discapacidad tienen el derecho de planificar anticipadamente, y se les debe dar la oportunidad de hacerlo en condiciones de igualdad con las demás. Los Estados parte pueden ofrecer diversas formas de mecanismos de planificación anticipada para tener en cuenta las distintas preferencias, pero todas las opciones deben estar exentas de discriminación. Debe prestarse apoyo a la persona que así lo desee para llevar a cabo un proceso de planificación anticipada. El momento en que una directiva dada por anticipado entra en vigor (y deja de tener efecto) debe ser decidido por la persona e indicado en el texto de la directiva; no debe basarse en una evaluación de que la persona carece de capacidad mental».

Las cursivas son mías porque leída atentamente la recomendación es clamorosa la ausencia de mención alguna a la incapacidad futura —solo se alude a la imposibilidad comunicativa—, cosa que se reafirma en el inciso final cuando se alude la posibilidad de evaluación de la capacidad mental. Por si nos quedara alguna duda, el parágrafo 18 de la Observación remacha: «En todo momento, incluso en situaciones de crisis, deben respetarse la autonomía individual y la capacidad de las personas con discapacidad de adoptar decisiones». ¿Tienen una situación de «crisis» los enfermos de Alzheimer como los ficticios Margo o Dámaso «llegado el [su] momento»? Apostaría por la respuesta afirmativa de quienes elaboraron la Observación, con lo que todo documento de voluntad anticipada se convierte en papel mojado. Lo tiene incorporado el refranero: no hay peor ciego que el que no quiere ver.

VII. Conclusiones

Buena parte de las muy perturbadoras incoherencias y los perniciosos efectos que genera el modelo social de la discapacidad mental son el resultado de haber unificado la noción de discapacidad para agrupar también lo psíquico,[32] y, con ello, en una extravagante recuperación del movimiento antipsiquiátrico, sostener que la sustitución de la voluntad de quienes sufren una enfermedad mental es una forma de discriminación, análoga a la que sufren mujeres o miembros de grupos caracterizados por una etnia o raza no mayoritaria. Pero también resulta, a mi juicio, que en la filosofía del movimiento en favor de los derechos de las personas con discapacidad que ha alimentado las reformas legislativas transpira la conocida como «falacia moralista», es decir, la conclusión de que A (persona con discapacidad mental) y B (persona sin discapacidad mental) son iguales (en el ejercicio de su autonomía o en su capacidad jurídica) a partir de la aceptable premisa normativa de que A y B deben ser considerados como iguales en dignidad.[33]

Tal vez haya más factores explicativos, o más decisivos, pero sea como fuere el hecho cierto es que, en este ámbito de las decisiones al final de la vida en contextos eutanásicos, la LORE nos revela la existencia de una letal incongruencia conceptual y normativa que solo cabe resolver tal y como el Tribunal Supremo decidió a principios de septiembre en el caso del síndrome de Diógenes que aqueja a Dámaso: imponiendo apoyos por encima de su voluntad bien porque es lo mejor para la persona, bien porque es lo que quería la persona capaz que fue, es decir, haciendo primar algunos de nuestros compromisos prácticos y teóricos relativos a la ya vetusta noción de capacidad de obrar sin los que nada apenas se entiende.

  1. * Artículo sometido a evaluación ciega: 25.11.2021. Aceptación final: 10.01.2022.

    Este trabajo forma parte del proyecto de investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación con número de referencia PID2020-113472RB-I00.

  2. Aunque el trastorno había sido descrito ya por D. MACMILLAN y P. SHAW en 1966 («Senile breakdown in standards of personal and environmental cleanliness». British Medical Journal, núm. 2 (1966), pp. 1032-1037), fueron A. N. CLARK, G. D. MANKIKAR e I. GRAY quienes dieron nombre al síndrome; véase «A clinical study of gross neglect in old age». The Lancet, núm. 1 (7903) (1975), pp. 366-368.
  3. La historia la relata el novelista E. L. DOCTOROW en Homer y Langley. Barcelona: Roca, 2012.
  4. Véase «Igualdad y diferencia en relación con las personas con discapacidad». Anales de la Cátedra de Francisco Suárez, núm. 52 (2018), pp. 201-222 y 202-204 y «Una crítica a los principios de la reforma del régimen jurídico de la discapacidad», en MUNAR BERNAT, P. A. (dir.). Principios y preceptos de la reforma legal de la discapacidad. El Derecho en el umbral de la política. Madrid: Marcial Pons, 2021. De hecho, resulta muy difícil de entender que menores con competencia y capacidades intelectivas evidentemente muy superiores a las de las personas adultas que sufren severas discapacidades cognitivas sigan careciendo de las posibilidades de estos y/o estén sometidos a formas de tutela que en la práctica anulan su voluntad. Es el caso, por poner solo un ejemplo, del sufragio activo que, mediante la Ley Orgánica 2/2018, de 5 de diciembre, de reforma de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, se garantiza a toda persona mayor de 18 años independientemente de su discapacidad e incluyendo a quienes hubieran sido previamente privados del ejercicio de voto por sentencia judicial de incapacitación.
  5. De acuerdo con Lorella TERZI, es la obra de Michael OLIVER, Understanding Disability: From Theory to Practice (Basingstoke: Palgrave, 1996), el locus más importante en el desarrollo de dicho modelo; véase «The Social Model of Disability: A Philosophical Critique». Journal of Applied Philosophy, vol. 21, núm. 2 (2004), pp. 141-157.
  6. PALACIOS RIZZO, A.; ROMAÑACH CABRERO, J. El modelo de la diversidad: la Bioética y los Derechos Humanos como herramientas para alcanzar la plena dignidad en la diversidad funcional. Madrid: Diversitas, 2006, pp. 106 y 107.
  7. Sobre las razones del uso del término «diversidad funcional» frente a otros con carga peyorativa, así como la genealogía de los términos, puede verse PALACIOS RIZZO y ROMAÑACH CABRERO, cit., pp. 34 y ss. y pp. 102 y ss.
  8. PALACIOS RIZZO y ROMAÑACH CABRERO, cit., pp. 48-64.
  9. El aclamado documental de Netflix «Crip Camp» (2020) recrea aquella experiencia y el activismo en el mundo de la discapacidad que allí germinó.
  10. «La ley regulará el estatuto de los funcionarios públicos, el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de mérito y capacidad […]».
  11. Cierto es que hay padres, como la célebre pareja Sharon Duchesneau y Candy McCullough, que «escogen» los embriones que padecen «anomalías» como la acondroplasia o la sordera (véase «Wanting Babies Like Themselves, Some Parents Choose Genetic Defects». The New York Times, de 5 de diciembre de 2006, https://www.nytimes.com/ 2006/12/05/health/05essa.html). Ello nos introduce en la ardua cuestión de si su actitud es reprochable porque tenemos el deber de evitar esas existencias, uno de los más difíciles problemas de la filosofía moral del que no me ocuparé en este ensayo.
  12. Véase la edición de The New York Times de 28 de marzo de 2020: https://www.nytimes.com/ 2020/03/28/us/coronavirus-disabilities-rationing-ventilators-triage.html
  13. «I Will Not Apologize for My Needs». The New York Times, de 23 de marzo de 2020 (https://www.nytimes.com/2020/03/23/opinion/coronavirus-ventilators-triage-disability.html).
  14. España forma parte del mismo mediante el Instrumento de ratificación de 23 de noviembre de 2007 (BOE núm. 96, de 21 de abril de 2008).
  15. La lista de países signatarios y que han ratificado la Convención, así como sus declaraciones y reservas puede consultarse en la página oficial de Naciones Unidas: https://treaties.un.org/pages/ViewDetails.aspx?src=IND&mtdsg_no=IV-15&chapter=4&clang=_en #EndDec (última consulta 25 de octubre de 2021). España no siguió la senda de ninguno de los Estados mencionados y ratificó la Convención sin reserva alguna. Conviene destacar que entre los países que no han ratificado la Convención figura Estados Unidos.
  16. El propio Tribunal Supremo salió al paso de tales dudas en la Sentencia 282/2009, de 29 de abril, reivindicando, en esencia, la tradicional distinción entre capacidad jurídica y capacidad de obrar. A propósito de esa Sentencia y de la observación, véase el análisis crítico de Macario ALEMANY (2018).
  17. Véase ALEMANY (2018). Con sagacidad, ALEMANY destaca que el Comité traiciona su propia posición «perspectivista» cuando entre sus miembros no hay un solo representante de la «discapacidad mental» pues son todos personas con diversidad funcional «física».
  18. «Saving the UN Convention on the Rights of Persons with Disabilities – from itself». World Psychiatry, 18, 1 (febrero 2019), p. 1.
  19. Véase, por todos, MARTÍNEZ de AGUIRRE ALDAZ. C. «La observación general primera del Comité de Derechos de las personas con discapacidad: ¿interpretar o corregir?», en CERDEIRA BRAVO de MANSILLA, G.; PÉREZ GALLARDO, L. B. (dirs.). Un nuevo derecho para las personas con discapacidad. Santiago de Chile: Olejnik, 2021, pp. 85-112 y 90 y ss.
  20. Una de las juristas españolas más expertas e influyentes en la materia lo ha denominado un «tsunami»; véase GARCÍA RUBIO, M.ª P. «Algunas propuestas de reforma del Código Civil como consecuencia del nuevo modelo de discapacidad. En especial en materia de sucesiones, contratos y responsabilidad civil». Revista de Derecho Civil, vol. V, núm. 3 (julio-septiembre 2018), pp. 173-197, p. 174.
  21. No hay mejor prueba de ello que el título de la Ley: «por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica». Sobre los avatares del eclipse de esa distinción, véase MUNAR BERNAT, P. A. «Notas sobre algunos principios y algunas novedades del anteproyecto», en Principios y preceptos de la reforma legal de la discapacidad…, op. cit., pp. 175-193, p. 178.
  22. Así también DE SALAS MURILLO, S. «¿Existe un derecho a no recibir apoyos en el ejercicio de la capacidad?”, Revista Crítica de Derecho Inmobiliario, nº 780, 2020, pp. 2227- 2268, p. 2244.
  23. «Consentimiento informado y hospitalización forzada en los trastornos de la conducta alimentaria», 18 de febrero de 2009 (https://psiquiatria.com/trastornos-de-alimentacion/ consentimiento-informado-y-hospitalizacion-forzada-en-los-trastornos-de-la-conducta-alimenta ria-tca/).
  24. FJ 2.
  25. FJ 5.
  26. Cabe pensar en una concepción de la discapacidad que supone sufrir el síndrome de Diógenes como una consecuencia de la falta de «adaptación» de las infraestructuras para personas como Dámaso y así no tenerle a él —por su conducta acumuladora— como un «enfermo mental»: no disponer de una vivienda mucho más grande, una vivienda que pueda ir siendo progresivamente mayor a medida que acopie más y más objetos. Huelga insistir mucho en la inviabilidad y carácter irrazonable de semejantes «adaptaciones» por razones de justicia distributiva.
  27. Véase supra nota 17.
  28. El caso versa sobre el traslado de una persona con discapacidad intelectual a un lugar de residencia de acuerdo con la determinación hecha por su representante legal. En el parágrafo 85 se puede leer: «Esta determinación a su vez depende de la evaluación de la capacidad intelectual en relación con todos los aspectos de este asunto en particular. El Tribunal también hace notar que Finlandia, habiendo ratificado recientemente la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad, lo ha hecho con la consideración simultánea y expresa de que no tenía causa o necesidad de enmendar su legislación actual en estos aspectos».
  29. Life’s Dominion. An argument about Abortion, Euthanasia, and Individual Freedom. Nueva York: Knopf, 1993, p. 226.
  30. Ibid. Traduzco por «conductual» el término que emplea Dworkin: «evidentiary».
  31. El artículo 255 añade: «Podrá también establecer el régimen de actuación, el alcance de las facultades de la persona o personas que le hayan de prestar apoyo, o la forma de ejercicio del apoyo, el cual se prestará conforme a lo dispuesto en el artículo 249. Asimismo, podrá prever las medidas u órganos de control que estime oportuno, las salvaguardas necesarias para evitar abusos, conflicto de intereses o influencia indebida y los mecanismos y plazos de revisión de las medidas de apoyo, con el fin de garantizar el respeto de su voluntad, deseos y preferencias. El Notario autorizante comunicará de oficio y sin dilación el documento público que contenga las medidas de apoyo al Registro Civil para su constancia en el registro individual del otorgante».
  32. Véase, ut supra, ALEMANY.
  33. Como ejemplo de clamorosa incursión en tal falacia, véase CUENCA GÓMEZ, P. «De objetos a sujetos de derechos. Reflexiones filosóficas sobre el artículo 12 de la Convención Internacional sobre los derechos de las personas con discapacidad», en MUNAR BERNAT, P. A. Principios y preceptos de la reforma legal de la discapacidad…, op. cit., pp. 47-75, p. 52.

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